Una casa en la montaña. Algo así como el paraiso del que siempre hablas para tu jubilación aunque sabes que no lo tendrás. Y te da igual. Porque en eso que llamas hogar, en esas paredes que te conocen mejor que nadie y que serán de varias habitaciones, es donde quieres sacar el pie izquierdo de entre las sábanas en la mañana de un domingo invernal, o dejar que la brisa, aún ardiente de las noches de verano, se pose en cada gota de sudor que recubre tu cuerpo.
Una estructura que parecía repetitiva. Algo así como jugar contigo y removerte la conciencia cuando se trata de la intuición encontrando su sentido. Una búsqueda no comenzada que te hace sentir el vértigo en el momento en que ya te has caído por el precipicio. Algo así como colapsar. Y eso es bueno.
Un poco de arena que se desliza entre los dedos. Esa piel inocente que aprende a ser soñada y ese cuerpo que se desvanece en susurros sin palabras.
Una noche para ver las estrellas y descubrir que solo hay truenos. Y te da igual. Porque el cielo sigue brillando concediéndole espacio a otras constelaciones.
No pensar, solo compartir.
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