y sueñan las estrellas,
crece sobre la hierba
una piedra carmesí
con una espada clavada.
Hay un instante en que el corazón se acelera y el estómago se llena de mariposas. Es amor... pero no como piensas. Escribir, leer,... vivir la cultura y no ser capaz de abandonarla. Me encantan las matemáticas pero amo el arte. Me gusta el cine pero amo el teatro. Sueño despierta porque la realidad en ocasiones me aburre. Me llamo Sara y quiero sentir.
Doce de la mañana. Minuto arriba, minuto abajo.
Señora A, llamémosla, por ejemplo, Concha. Sin rastro de mascarilla. Gorro y gafas sobre la cabeza. Rubia con algún mechón blanco. Ya tiene cita para la peluquería, por supuesto. Nada a braza ocupando toda la calle y ojo con intentar adelantarla porque te ahoga con la mirada. Dos perlas blancas en las orejas.
Señora B, llamémosla, por ejemplo, Mercedes. Mascarilla en la muñeca. Gorro que deja entrever su pelo azúl completamente seco. Azul eléctrico. Nada a perro y sonríe con amabilidad al ser adelantada. Botella de agua de litro y medio. Ahora de 750ml. Milímetro arriba, milímetro abajo.
Señora A y B entran en la sauna y se dejan la puerta abierta. Señora C (ésta la dejamos para otro día que también tiene su episodio particular) las mira con desprecio y sale. Cierra la puerta. Obviamente.
Concha y Mercedes se sientan en una esquina. Abajo. Sin toalla. ¿Para qué? No saludan. Tampoco callan.
-Escuchimizao' que está el Sebastián - comenta Concha muy indignada.
-Pero es guapillo de cara.
-Mira, ayer le puse lentejas - sigue ella ignorando a Mercedes -, las escarbó, se comió tres cucharaditas y me dijo que ya había acabao', que le había puesto mucho y estaba lleno, ¿te lo puedes creer?
-Los mios ej' que se comen media barra de pan antes de sentarse y luego... pues claro.
-No, no, éste, ni eso. Y saltó la hermana: "pues con mamá no se levanta de la mesa hasta que se lo acaba todo. TO-DO. Como si tienen que dar las cuatro". Sí, niña, cómo que voy a estar yo ahí hasta las cuatro, que tengo muchas más cosas que hacer.
-Claro, entre que friegas y tal, ya empieza la novela - señala Mercedes.
-Antes los niños comían mejor - intenta meter baza la señora B.
-¡Y no te lo pierdas! Que a eso de las cinco y media le veo que va a la cocina y me vuelve con un paquete de galletas de chocolate, que es que parece que le ha entrado un poco de hambre. Y yo, "pues claro, hijito, cómete todas las que quieras porque no me vas a aguantar hasta la cena con las seis lentejas que te has comido... Bueno, ¿qué? ¿nos vamos ya, no?
Mercedes palpa su botella. Aún no está hirviendo pero fresquita, lo que se dice fresquita, tampoco es que esté.
Concha se levanta sin esperar ninguna respuesta. Mercedes va tras ella. Cierra la puerta de la sauna.
Luego otro más. Cansado. Frustrado. Ya deja huella y la arena no puede ocultarlo. Una marca que está aunque a ratos juega a no serlo. Una tormenta que parecía iba a arrasar los cuerpos y no fue para tanto. Esa montaña que se disfruta pese a los tres días de recuperación posteriores.
El tercero es una zancada. Violenta. Un surco en la tierra seca. La definición de una barrera y la construcción de un ocaso. Es dejar de caminar hacia atrás, darse la vuelta y emprender nuevo rumbo sin volver la vista. Una herida que ojalá deje cicatriz. Una puerta cerrada y su llave perdida.
El quinto quizá no existe. Pero le gustaría. Y tiene ganas. Quisiera correr tan rápido que diera la vuelta al mundo hasta encontrarse frente a aquella primera pisada. Y observarla de cerca. Y acariciarla hasta hacerla creer que no existió. Pero sigue ahí.
La primera vez es como la suciedad que se acumula bajo las uñas. Parece que has pasado la mañana escarbando en la tierra y no puedes sospechar que acabarás cubierto de barro.
Empieza por introducirse en la piel provocando pequeños hematomas. Recuperas tus viejos esmaltes de uñas o se los robas a tu pareja. Buscas el color más opaco. Con cada latido alcanza una nueva arteria. Observas el resultado sobre tus dedos y piensas que tu sobrino de tres años y medio se sale menos de los bordes en sus dibujos de perritos y casas deshabitadas. No te culpas. Estás desentrenado y además ya ha llegado a tu sistema nervioso. Ahora entiendes la ironía en eso de tener el pulso como para robar panderetas.
Preparas una infusión con té de roca, que sabes que va bien para el estómago y por qué no iba a funcionar con esto otro también. Y porque sabes que esa te gusta y te niegas a probar ninguna otra.
Se instala en los folículos de tu cabeza y multiplica las canas. Te planteas por primera vez eso de teñirte el pelo. Rechazas de inmediato la idea porque supondría un nuevo dispendio y no está la economía del hogar muy boyante que se diga.
Se resiste a ser expulsado. Con cada exhalación se adhiere aún más a la tráquea. La convierte en su fuerte y centro de operaciones. Te quedas en la cama. Dejando las horas pasar.
Desciende por tus piernas y roza la piel de los dedos de los pies. Juega a convertirse en ampollas. Entonces tú sigues sin moverte, sin sentir la pesadez de tu cuerpo ni la corriente de aire fresco entrando por la ventana que acaba de abrir tu pareja.
Tus oídos dejan de escuchar y tus ojos pueden cerrarse pero no vas a dormir. Recuerdas aquella época en que tenías pesadillas. Era mucho más agradable.
Descubrirás que le puedes vencer con ayuda y mucho esfuerzo. Y aún así habrá veces que lo encuentres camuflado en el rincón más insospechado. Lo bueno es que para entonces sabrás reconocerlo.
Luego ya estás de pie. No sabes cómo has llegado ahí. Culpas al televisor. Buscas unas escaleras. No por nada en concreto, pero es lo que toca. Algo así como tu boleto premiado de la lotería.
Subes y enciendes la luz. O encuentras el sol. O simplemente hay claridad. Descubres el agujero y lo tapas. Primero con un par de ramas. Te alejas y decides volver para señalar la abertura.
Querida Zina,
llevaba un par de semanas pensando en ti y se me ocurrió escribirte una carta. Una carta que dudo mucho que llegues a leer. Una carta que no tiene ningún sentido en castellano, y creo que en realidad tampoco en inglés, pero que igualmente debe ser redactada.
Me pregunto qué fue de tu vida desde aquella tarde de nuestra última clase. Calculo que ahora tendrás unos veintidos años y quiero pensar que conseguiste entrar en la universidad para estudiar matemáticas y física, porque sé que fuiste incapaz de decidirte por ninguna de ellas. Imagino que alguna asignatura se te habrá atascado y que, por desgracia, serás una de las pocas mujeres de tu clase, pero no tengo ninguna duda de que, tarde o temprano, sabrás encontrar la fuerza para hacerle frente a todo ello.
Me preguntó qué te sucedió durante la pandemia, si tuviste miedo, si tú o algún familiar tuyo se contagió o engrosa la lista de fallecidos. Si te replanteaste tu futuro o confiaste en estar haciendo lo correcto. Te imagino en la ventana de tu habitación con la mirada furiosa sobre la ciudad en silencio. Pero también te pienso con un libro entre las manos, disfrutando de cada una de sus páginas como lo hiciste con todos los anteriores y que ya no sabes dónde almacenar.
Me preguntó si en estas dos semanas has salido a la calle, si te has enfrentado. Si te has tenido que despedir de tu padre, de tu hermano, de tu mejor amigo o, quizá, de tu pareja, sin la certeza de que volverás a verles. Te imagino triste. Desolada. Te imagino confusa, harta y cansada.
Me pregunto si eres consciente de tu estado de salud mental. Si te dedicas tiempo de calidad a pensar en ti misma, si puedes ser egoista a ratos manteniendo tu dulzura. Me encantaría saber que algunas noches puedes llorar. Y que también hay otras en las que ríes a carcajadas hasta que te duele el estómago.
Pensé en ti y me acordé de Natasha. No la conociste pero vive en tu ciudad. O vivía. No lo sé. Ojalá pudiera escribirle a ella también una carta. Aunque nunca la llegara a recibir.
Hace poco encontré las fotos de la tarde de mi cumpleaños en la playa. Lo pasamos bien. Ojalá os vaya todo bien.