La primera vez es como la suciedad que se acumula bajo las uñas. Parece que has pasado la mañana escarbando en la tierra y no puedes sospechar que acabarás cubierto de barro.
Empieza por introducirse en la piel provocando pequeños hematomas. Recuperas tus viejos esmaltes de uñas o se los robas a tu pareja. Buscas el color más opaco. Con cada latido alcanza una nueva arteria. Observas el resultado sobre tus dedos y piensas que tu sobrino de tres años y medio se sale menos de los bordes en sus dibujos de perritos y casas deshabitadas. No te culpas. Estás desentrenado y además ya ha llegado a tu sistema nervioso. Ahora entiendes la ironía en eso de tener el pulso como para robar panderetas.
Preparas una infusión con té de roca, que sabes que va bien para el estómago y por qué no iba a funcionar con esto otro también. Y porque sabes que esa te gusta y te niegas a probar ninguna otra.
Se instala en los folículos de tu cabeza y multiplica las canas. Te planteas por primera vez eso de teñirte el pelo. Rechazas de inmediato la idea porque supondría un nuevo dispendio y no está la economía del hogar muy boyante que se diga.
Se resiste a ser expulsado. Con cada exhalación se adhiere aún más a la tráquea. La convierte en su fuerte y centro de operaciones. Te quedas en la cama. Dejando las horas pasar.
Desciende por tus piernas y roza la piel de los dedos de los pies. Juega a convertirse en ampollas. Entonces tú sigues sin moverte, sin sentir la pesadez de tu cuerpo ni la corriente de aire fresco entrando por la ventana que acaba de abrir tu pareja.
Tus oídos dejan de escuchar y tus ojos pueden cerrarse pero no vas a dormir. Recuerdas aquella época en que tenías pesadillas. Era mucho más agradable.
Descubrirás que le puedes vencer con ayuda y mucho esfuerzo. Y aún así habrá veces que lo encuentres camuflado en el rincón más insospechado. Lo bueno es que para entonces sabrás reconocerlo.
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