Aquel día la tía Vicenta llamó al timbre como cada tarde: dos toques cortos seguido de otro más largo. Fui yo a abrir. Había sacado un nmueve en matemáticas y sabía que se iba a sentir muy orgullosa de mí. Sin embargo, cuando abrí la puerta, no me encontré a la tía. Físicamente era ella pero no la reconocía más allá. Tenía la piel pálida y profundas ojeras. Vi cómo se estiraba la manga derecha de la chaqueta para ocultar un moratón muy feo.
Mamá apereció en el pasillo y dió un grito al verla. Corrió hacia ella y se la llevó a la cocina. Cerraron la puerta. Me quedé en el pasillo tratando de escucharlas, pero apenas susurraban.
Papá llegó de trabajar muy poquito tiempo después. Demasiado pronto para sus costumbres. Se encerró en la cocina con mama y con la tía.
Cuando fui a pedirles la merienda, papá me dio unas monedas y me dijo que me comprara algún bollo y me diera un paseo o jugara al fútbol con mis colegas. Eso era muuuuuy extraño, ¡ni siquiera había empezado a hacer los deberes! Pude ver solo un segundo a la tía mientras papá rebuscaba en su cartera: tenía los ojos rojos como de haber estado llorando mucho tiempo.
Jugué dos partidos. El primero lo perdimos por culpa de El Rafa, que es un manta como portero. Pero ganamos el segundo. Metí un golazo increible. Me felicitaron incluso los mayores que nos querían echar del campo.
Volví cuando ya era muy de noche. Me iba a caer una bronca terrible y me castigarían sin salir un mes por lo menos. Pero aún así, habría merecido la pena después del gol de la victoria.
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