La vi pero no pude escucharla. Las últimas burbujas de oxígeno salían de los orificios de su nariz y ascendían hasta mi mano. Era solo una niña. Con unos preciosos ojos verdes y un vestido de flores. Sin zapatos. Sin vida.
Me zambullí tratando de alcanzarla. Se hundía lentamente y aún así apenas me podía acercar a ella. Lo volví a intentar con el mismo resultado. Grité a la pareja que seguía magreándose en la orilla. Me ignoraron. Tomé aire y me sumergí de nuevo. Era apenas ya una silueta difusa que se alejaba como atraída por las profundidades.
Salí a la superficie y nadé con todas mis fuerzas. Abasallé a la pareja bajo el árbol. Hablaban en otro idioma. No me entendían. Y sin embargo, empezaron a repetir una palabra insistentemente y con preocupación. Mirando más allá de la línea del horizonte.
Era su hija la que se hundía inexorablemente.
Rebuscaron entre los árboles y más allá del camino, pero no se acercaron al agua por más que les insistí que allí estaba. Conseguí que me dejaran un teléfono y di la voz de emergencia. Lo intenté una vez más. Apenas era ya capaz siquiera de localizar la posición exacta en que se había hundido.
La ambulancia y el equipo de rescate no tardaron mucho en llegar. Me interrogaron y se lanzaron al agua con equipos profesionales de submarinismo.
El sol se fue ocultando sin que hubiera rastro de su cuerpecito.
El despliegue de búsqueda se alargó durante casi un mes. Hasta acabar como caso archivado por falta de personal y de recursos.
Un tiempo después supe que la pareja procedía de Eslovenia y estaban pasando sus primeras vacaciones juntos después de una complicado situación familiar. En otoño se instalaron en el pueblo y visitaron el embalse todos y cada uno de los días. Aprendieron castellano, a nadar y a bucear. Pero nunca la encontraron.
Apenas me permito recordar aquel día. Hoy no lo he podido evitar.
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