Se imaginó cómo él caminaba por la calle. Absolutamente decidido. Con sus pantalones vaqueros y su jersey de lana. Con gafas de sol y una sonrisa plena. El pelo alboratado. Salvaje. Libre. Y auriculares baratos con muísica rock a todo volumen. La mirada bien al frente. Observándalo todo. Pelo suelto a lo John Lennon.
Se detendría en el semáforo en rojo y marcaría el ritmo de la música con la pierna izquierda y la mano derecha. Constante. Muy vivido. Un niño desde su carrito se fijaría en sus deportivas verdes fosforitas. Él le sonreiría con aún mas intensidad.
Cruzaría el paso de cebra saltando sobre las franjas blancas, ante la atenta mirada de los padres del crío en la sillita que comentarían lo atolondrada que está la juventud hoy en día, y ya de vuelta a la acera, se pegaría al escaparate de una librería analizando cada portada de los libros que hubieran colocado recientemente. Eso ya no lo observarían los padres. Él permanecería varios minutos en aquella posición y se sentirá atraído por unos cuantos títulos, pero no llegaría a entrar.
Retomaría su caminar enérgico y se pararía frente a nuestro portal. Sacaría un manejo de llaves del bolsillo delantero izquierdo, se detendría un segundo a acariciar el llavero que le regalé, y buscaría la llave con una marca en el dorso pintada con rotulador azul. La introduciría en la cerradura y abriría la puerta. La cerraría tras de sí sacando el mp3 y acallando la música.
Luego escucharía la puerta del segundo izquierda abrirse. Se pondría en pie, deprisa y abandonaría el portal. Con decisión. Se apostaría al final de la calle y se liaría un cigarrillo. Con torpeza.
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