Ella se imaginó que las manos le temblarían. Trataría cuatro veces de encenderlo. Sin éxito. El mechero se apagaría un segundo después de accionarlo. Pararía a una parejita joven que le mirarían raro. Conseguiría que ella le encendiera el ciganillo. Le daría tres caladas sin apenas pausa, y dejaría que el resto se consumiera. No apartaría la vista del portal.
Respiraría profundamente antes de regresar al edificio. Serían pasos cortos. Lentos. Pero confiados. Sacaría el llavero y lo acariciaría. Metería la llave en el cerrojo. Cerraría tras de sí y cruzaría el pasillo. Se detendría de nuevo antes de alcanzar el primer peldaño. Y entonces desaparecería.
Cada noche desde hacía cuatro meses, enredada en las sábanas y con los ojos humedecidos, evocaba aquella ensoñación como último recurso al que aferrarse, porque prefería confiar en una explicación irracional, a seguir tratando de entender cómo era posible que hubiera desaparecido de su vida y, al parecer de la faz de la tierra, sin dejar rasto. Ni una nota, ni una pista, ni una señal. Absolutamente nada.
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