Se está deshidratando. Hace solo unas semanas era un torrente
vigoroso. Fluía veloz entre las rocas en su nacimiento, y luego se amansaba al
llegar al valle, discurría entre los prados verdes y los pueblos empedrados.
Como un joven enérgico que brinca de un lado para otro respirando el aire puro
y acariciando la corteza de los árboles.
No quedará nada. Se convertirá en barro y luego se disipará. Las cumbres seguirán bañadas por la nieve pero no habrá gota que descienda a los cauce. Las nubes se instalarán en la cordillera pero el sol seguirá cruzando de este a oeste. Sin detenerse ni un solo instante. Se observarán las zanjas pero no se intuirá la humedad. Como ese mismo joven que recibe un único golpe pero le derrumba y se convierte en un ser ajado, esquelético, que se dedica a pasar el insomnio vagando bajo el único amparo de las estrellas.
Entonces las flores pasarán a ser alimentadas por otros afluentes, a los que también acudirán las ardillas para salpicarse entre ellas. Y se crearán nuevos caminos y hordas de excursionistas los patearan entre berridos.
Pero allí, justamente allí, donde la hierba era mecida por las lágrimas del deshielo, no habrá ni una sola gota de agua. No quedará ni un solo alma. Tan solo la tierra agrietada será testigo del cambio. Como la piel en un cuerpo que ha aprendido a dejar de sentir.
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