Un hombre bueno se despierta en su cama, medio encogido y apoyado sobre el hombro derecho. Son las siete y media de la mañana. No escucha el despertador porque no ha sonado. Pero está despierto. Abre los ojos y permanece inmóvil. La persiana está bajada pero se cuela algo de luz de las farolas entre las rendijas. No remolonea. Piensa. Estira las piernas. Sus pies sienten el frío de las sábanas que llevan horas sin recibir el calor de ningún cuerpo.
Un hombre amable se levanta de la cama. Pasa al baño y se afeita. Apenas le había crecido la barba pero no le gusta que rasque. Ha dejado el vestuario preparado allí la noche anterior. Sustituye su pijama por un vaquero y una camiseta verde oscuro. Le queda algo grande. Se peina. Tiene el pelo corto y algunas canas.
Un hombre bueno camina ágil con la bandeja del desayuno hasta el salón. Le molesta un poco la rodilla y la espalda. Pero no se queja. Nunca lo hace. No va al médico. Son dolores propios de la edad, argumenta. Se sienta junto a la mesa y sorbe un poco de café. No le presta atención a las noticias de la radio. No le interesan. Toma la magdalena. Está dura y seca. La muerde. La saborea como si fuera la última que fuera a comer. Se demora en cada bocado. Bebe de la taza casi con desgana. Se acaba la magdalena y suspira.
Un hombre amable recoge la taza y el plato sobre la bandeja. Dobla el mantel. Lleva la bandeja a la cocina. Deposita en el fregadero una taza y un plato. Toma unos calcetines de la habitación y se calza unas deportivas en la entradita. Se pone una chaqueta de lana. Apenas abriga. Se asegura de llevar el monedero en uno de los bolsillos. Observa la radio. No es fácil distinguir qué puede estar pensando. Suspira. Apaga la radio y sale de casa.
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