Era un día tórrido de finales de verano. Había tres familias a la orilla del río, cada una a lo suyo pero los niños jugando juntos en el agua. Se habían instalado a mediodía. Reían y discutían por tonterías desde la calma propia del periodo vacacional, y como tal, tampoco les preocupaba el jaleo que estaban montando, simplemente estaban a lo suyo sin preocuparse por nada más.
Luego había una mujer con una silla de camping un poco. De pelo cano, hacia los cincuenta quizá. Llevaba un vestido amplio de colores chillones y unas sandalias que, aunque no parecían las más apropiadas para el camino pedregoso que llevaba a aquella vereda del río, caminaba habilidosa sabiendo perfectamente dónde posar sus pies.
Llegó a primera hora de la tarde, cuando el calor resultaba casi insoportable incluso con los pies dentro del agua; pero ella apareció sin una muestra de sofoco. Analizó con una mirada profundamente fría a las familias y eligió un rinconcito a la sombra de un castaño solitario. Se dio un chapuzón rápido, más que nada porque los críos no dejaban de salpicarla, y se acomodó en su silla contemplando la vegetación. Una vez se secó, extendió la toalla en el césped y comenzó a hacer ejercicios de yoga. Tras una intensa sesión, se zambulló de nuevo en el agua sin librarse de las consecuencias de los juegos de los niños. La mujer continuó toda la tarde repitiendo el proceso: silla observando la naturaleza mientras su cuerpo se secaba, yoga y de vuelta al agua.
Las familias no fueron ajenas a su presencia, más que nada porque su rostro no les resultaba familiar y en el pueblo todos se conocían. Donde en muchos otros lugares reclamaban la presencia de los turistas en beneficio de la economía local pese a quejarse de lo difícil que se volvía aparcar, allí se enorgullecían de espantarlos por el simple hecho de que no los querían. ni los necesitaban.
A la mujer, por su parte, tampoco le agradaba su presencia; aún cuando no era que estuvieran a gritos, lo cierto era que con el paso de las horas habían ido escalando el volúmen de sus voces, por no mencionar cómo los niños, que obviamente estaban en edad de jugar y divertirse, habían pasado a salpicarla a propósito sin ni una llamada de atención por parte de sus progenitores.
En cuanto el sol desapareció en el horizonte, las tres familias recogieron sus bártulos, que no así todos sus desperdicios, y se disponían a marcharse. Donde debieran recordar aquel día con cariño, en cambio, pasaría a formar parte de sus pesadillas. El griterío de las familias se detuvo por un breve instante al ver cómo la mujer se transformaba en un lobo y se abalanzaba sobre ellos. Les dejó marcados a todos pero nada de gravedad, calculó a conciencia cuanta presión podían ejercer sus dientes y sus garras en cada cuerpo. Era solo una amenaza.
Después, se volvió a transformar en la mujer de pelo canoso y vestido colorido, recogió toda la basura que los otros habían dejado y se marchó por donde había venido, bajo la atenta mirada de las tres familias que permanecían inmóviles y con el único ruido de fondo del agua salpicando entre las piedras.