Un puñado de sal se filtra en la tierra, desciende por la corteza, atraviesa el manto, se acerca al núcleo y vuelve a la superficie. Era cloro y sodio. Ahora es la escarcha que decora las ventanas de la casa del pueblo. Nadie mira a través, pero las arañas se pasean por el techo. Vigilan a las hormigas en procesión por la encimera. El gallo cacarea pero aún es pronto para que salga el sol. Un señor de ciudad que intenta dormir en la casa rural busca los tapones en la mesilla de noche, entre la botella de coñac y el paquete de cigarrillos que no iba a comprar.
Las estrellas no iluminan la tierra porque están muy lejos, pero parecen sal esparcida por el cielo. Las farolas tampoco iluminan la calle porque a esas horas y con ese fresquito mejor no estar en la calle. Así que el alcalde decidió que no iban a tener farolas. Y así llevan cuarenta y siete años porque el alcalde aún tiene mucha guerra que dar.
Ya si acaso amanece por la mañana y la escarcha se convierte en rocío. Todavía no se evapora porque tiene que pasar el panadero, pero las cabras y los niños ya berrean por el prado. Las vacas mugen y las campanas de la iglesia repican. A nadie le importa ni lo uno ni lo otro porque la vida ahora ya es otra cosa.
El río baja con fuerza porque la montaña ya está harta de la nieva, que es blanca, como la sal. O como esa ceniza que sale de la tierra y va hacia el cielo.
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