Vas por la calle. Con tu abrigo azul marino. Eres un punto más en la multitud, el borrego que no bala pero sigue al rebaño, la paloma mensajera que nunca aprendió su ruta.
Vas por la calle. Con tu mochila naranja fosforita. Eres un cuerpo en unos pies de ampollas sin reventar y rozaduras sin curar, la pierna izquierda amoratada y la derecha hinchada.
Vas por la acera. Con tus zapatos de los domingos. Eres una voz de pelos alborotados y mirada concentrada, de mofletes sonrojados desde aquel día veraniego y de pintalabios verde desde aquella chica invernal.
Entras al supermercado. Te diriges directamente al último pasillo. Eres una nebulosa que se pasea por la bóveda celeste, que le susurra a Marte qué hay en la cara oculta de la Luna. Algunos clientes te miran. Dicen que has convertido el cosmos en otro planeta que habitar. No les llevas la contraria y permites que vean tus constelaciones.
Sales por la puerta giratoria. Con una pizza congelada. Se la servirás esta noche con el mayor de los cariños a tu madre. Eres una escultura modelada por las rocas del acantilado y erosionado con la respiración que te da la vida.
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