Parece que ya no importa, que la convención que hace del lunes el primer día de la semana laboral para muchos, o que el sábado sea jornada de descanso, ha volado por los aires y no hay fórmula mágica que lo reestablezca. O que las horas hayan adquerido una licencia para alterar su duración sin que se produzca ninguna alteración.
Parece que el sentido natural de los acontecimientos ha sido recortado a machazos y recompuesto con una cinta adhesiva que ya no cumple su función. O que las voces de la violencia se han establecido en el ADN sin posibilidad ya de alteración genética. Y a nadie le importa.
Parece que respirar sea un privilegio y tener las manos atadas, lo mismo que llevarse un trozo de pan a la boca. O que el aguacero que más tarde denominarán el Gran Diluvio Universal en los países también autodenominados como potencias, sea entendido, reído y burlado por esos otros a los que etiquetan de subdesarrollados, como las lágrimas de cocodrilo en el niño que quiere más dulces y no lo consigue.
Parece que el asco haya sido cosido al estómago y las arcadas difuminadas en el cuerpo ante la continuidad de las convulsiones. O que reconocer los errores sea algo diferente a darse cuenta del fracaso y tomar nuevas medidas que permitan encauzar una situación desesperada, diferente, por supuesto también, a ser consciente del daño provocado.
Es como si las marcas que determinan una semejanza, se hubieran puesto en huelga en beneficio del líder al que pretendían derrocar. O si al llegar la noche, las estrellas decidieran no aparecer, y el día postergara eternamente su hora de llegada hasta que el silencio y el vacío también hubieran engullido el alba.