Ni siquiera leer. Entrar en comunión con el vaiven del océano y dejar que con el viento se diluyan los segundos.
Observar a los paseantes, descalzos, de a dos o en solitario. Seguir a esa pareja anciana que se adentra con facilidad en el agua. Contar el número de veces que los correderos van de extremo a extremo de la playa y hacer un cálculo rápido de la distancia que llevan sobre sus deportivas. Vigilar a las gaviotas. Querer adivinar cuándo la marea ha llegado a bajamar.
Tumbarse sobre la arena y perder la vista entre las nubes que se deslizan lentamente por el cielo. Escuchar un rumor. El de las olas y el que va por dentro.
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