miércoles, 27 de julio de 2022

Partículas

Se infla. Rápido. A trompicones. Se vacía. De forma violenta. Coge más aire. Más. Lo expulsa. Apenas el oxígeno puede llegar a la sangre. El dióxido de carbono se queda, repite el ciclo a través del sistema circulatorio. Ejerce de guía turístico entre las bacterias y discute con las plaquetas. Explora. Presta más atención. Se hace una vaga idea del exterior gracias a las venas más superficiales. Juega con las proteínas y miente a los glóbulos blancos. Miente a todos. Hace como que no ha visto los carteles que le indican la proximidad de los pulmones. Trata de ignorarlo. Pero ahí está de nuevo, el ritmo incesante de un corazón acelerado, incomodado con las arterias que le sostienen. Trata de escapar, de ir en dirección contraria, de adherirse a una célula y desenmascarar al ácido desoxirribonucleico.

Las compuertas se abren. Es arrastrado. El aire salvaje del exterior lo recibe. A trompicones. Agresivamente. Un mundo en el que comprueba cómo se infla. Y se desinfla. Rápido. Más rápido. Con los ojos muy abiertos. La mirada perdida. Enfocada en algún otro lugar. Con la piel sudorosa y las manos incapaces de controlar el temblor. Sacudidas regulares. Evidentes. Sin prisa por detenerse. Con la necesidad del vértigo, de desafiar a los cambios de temperatura y rivalizar con nuevas melodías. Deseoso de dar con el argumento que le permita culpar al cielo. Por eso de los cambios de presión. O que justifique que el viento solo quiso mecer suavemente su melena y no supo contener su intensidad hasta descubrirlo enmarañado.

Se desinfla. Cede. Lentamente. Con delicadeza. Se acciona con un interruptor. Con la luna guiando las mareas. Con la noche despertando los sueños y el día durmiendo las pesadillas. Se desinfla. Cede. Se accionan los músculos de forma involuntaria. Respira.

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