Se infla. Rápido. A trompicones. Se vacía. De forma violenta. Coge más aire. Más. Lo expulsa. Apenas el oxígeno puede llegar a la sangre. El dióxido de carbono se queda, repite el ciclo a través del sistema circulatorio. Ejerce de guía turístico entre las bacterias y discute con las plaquetas. Explora. Presta más atención. Se hace una vaga idea del exterior gracias a las venas más superficiales. Juega con las proteínas y miente a los glóbulos blancos. Miente a todos. Hace como que no ha visto los carteles que le indican la proximidad de los pulmones. Trata de ignorarlo. Pero ahí está de nuevo, el ritmo incesante de un corazón acelerado, incomodado con las arterias que le sostienen. Trata de escapar, de ir en dirección contraria, de adherirse a una célula y desenmascarar al ácido desoxirribonucleico.
Se desinfla. Cede. Lentamente. Con delicadeza. Se acciona con un interruptor. Con la luna guiando las mareas. Con la noche despertando los sueños y el día durmiendo las pesadillas. Se desinfla. Cede. Se accionan los músculos de forma involuntaria. Respira.
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