Llegó al supermercado arrastrando las zapatillas. Casi parecía que le costaba respirar. Inhalaba profundamente y daba la sensación de que el aire llegaba hasta sus pies y la impulsaba a dar un par de pasos. Exhalaba de golpe y no caminaba durante ese escaso segundo.
Cogió un carro. Más que para llenarlo, como punto de apoyo. Se paseó de aquí para allá sin prestar atención a ningún producto concreto. Cabizbaja, se movía casi como un autómata.
Llegó al pasillo de los yogures, soltó las manos del carro y dejó que se alejara de ella unos centímetros. Levantó la cabeza, observó los lácteos sobre las estanterías y a la gente a su alrededor. Dio un grito desesperado y se derrumbó en un llanto incontrolable.
Para cuando llegaron los servicios de emergencia, su pelo ya se había secado pero seguía oliendo a rosas. En cambio, era su jersey el que estaba empapado.
A la salida del hospital esa misma tarde, con los ojos aún rojos y un cóctel de pastillas en el estómago, le estaba esperando un hombre mayor que ella con un ramo de flores y una caja de bombones. Trataba de parecer relajado pero no terminaba de ocultar la pena. Ella dibujó una sonrisa sincera y corrió a abrazarle.
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