jueves, 18 de abril de 2024

La habitación de enfrente

Las ventanas de mi habitación estaban empañadas pero se podía ver claramente que ella no estaba sola. Había una persona corpulenta. Parecían conversar. Ella estaba sentada sobre la cama aún sin hacer, pero ya se había puesto la ropa de trabajo. Era un pantalón azul celeste y una camiseta verde lima. Desde luego que llamaba la atención. Él estaba de pie junto a la puerta. El hombre parecía llevar un traje de color beige. Desde luego que muy formal y repeinado.

Él desapareció unos segundos y volvió con una gran bolsa de cartón. No se llegaba a intuir el contenido pero hizo que ella se levantara de un salto y se acercara enfurecida hacia él. Parecía que le iba a pegar. Pero en lugar de eso, se detuvo un segundo y se derrumbó sobre su pecho.

El hombre pareció sorprendido con su reacción. Soltó la bolsa y posó sus manos sobre la espalda de la joven. Permanecieron así cerca de dos minutos. Parecía que él la hablaba al oído y que a ella le temblaban las rodillas.

Entonces me vió. El hombre se acercó a la ventana en tres grandes zancadas, ella me observó fijamente y le dijo algo a él. Por respuesta éste cerró las cortinas. Aguanté durante tres horas apostillada en el alféizar, tentada incluso de abrir la ventana y darles una voz. De vez en cuando la cortina se agitaba suavemente. Encendieron la luz derante apenas veinte minutos, y no volvieron a prenderla en toda la noche.

Hacía casi siete años que me había mudado al edificio, y entonces ella ya ocupaba aquella habitación. Rara vez aparecía otra persona por allí. No es que la vigilara día y noche, pero al final una va sacando conclusiones. Ella era una chica de costumbres. Solía madrugar y desayunaba en su propia habitacion. Para la hora de comer, en cambio, no estaba casi nunca en casa, ni siquiera en fin de semana; y sus cenas tendían a ser bastante frugales, también sobre su escritorio. Estudiaba los fines de semana. Ocasionalmente salía de fiesta. Alguna vez habíamos intercambiado una mirada. Pero ni siquiera nos habíamos cruzado en la calle como para establecer una conversación más allá. No sabía su nombre ni si debía preocuparme por ella. O si ya era tarde.

La habitación permaneció oculta a mis ojos durante cuatro días con sus cuatro noches y, al quinto, por fin, descorrieron las cortinas.

No era ella. Ni él. Ni estaban los objetos de la chica. Se veía todo impoluto. Pulcro. Era un chico jóven al que, por lo visto, no le gustaba mi presencia. Puso cara de asco, me sostuvo la mirada hasta incomodarme y acabé por retirarme.

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