He llegado a primera hora de la mañana al acantilado, cuando aún las estrellas poblaban el cielo. Me he sentado sobre el césped y he posado mis manos sobre sus tallos tiernos. Aún bañados por el rocío. El horizonte se ha teñido de rosa y luego de naranja y amarillo para acabar por desvelar la salida del sol.
He cerrado los ojos. Mientras las olas seguían chocando contra las rocas, he sentido el viento agitando mi cabello y a las gaviotas revolotear a mi alrededor. Me he recostado lentamente acunada por el agua y el calor bañando mi piel. He caído en un profundo sueño y mi cerebro me ha hecho visionar varias utopías.
Me he despertado sobresaltada al caer sobre una pesadilla. Antes de abrir los ojos, he sido consciente que ya no escuchaba el vaivén del océano. He extendido las manos y acariciado la hierba. Ya no era suave. Ni se movia el viento. Ni graznaban las gaviotas. He despegado los párpados y he sentido el vacío entrando por mis pupilas.
No me he movido porque me he sentido incapaz. Pienso en desplazar mi cuerpo más allá de la superficie del suelo y me siento desvanecer. En cambio me acurruco y respiro profundamente, como si con ello pudiera poner en marcha el motor de las mareas. Pero no sucede. No sucede nada ante mis ojos pero mi corazón se acelera y no soy capaz de que mi cerebro mande la instrucción a las cuerdas vocales para que pueda gritar.
Hace algunas horas que me encuentro perdida y no sé pedir ayuda.
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