domingo, 15 de junio de 2025

Casi

Apareció en el bar pasada la medianoche, cuando ya no se habían ido así todos y empezábamos a recoger. Un tiempo después me confesó que en realidad había llegado casi dos horas antes de lo previsto, se había tomado un café de un trago y, nerviosa, se había marchado. Por lo visto estuvo dande vueltas por el barrio bajo la lluvia hasta que finalmente se había atrevido a regresar. Honestamente, no pensaba que vendría porque la conocía. A ella y a su profunda timidez. Yo también le contaría que, al verla entrar, me froté los ojos convencido de que no estaba allí sino que era una ilusión fruto de las ganas de que se presentara.

Nos quedamos en un rincón alejado de la barra y de las miradas indiscretas de Kike y mi primo Diego. Me susurró un feliz cumpleaños que llegó a mis oídos casi como un pasteloso “te quiero y me gustaría pasar el resto de mi vida contigo”. No recuerdo si le di las gracias o me quedé embobado en sus ojos rasgados.

Me entregó una cajita de madera poco más grande que una cajetilla de tabaco. Tenía varios grabados tallados por su propio puño. Sé que me habló del porqué de aquel obsequio, una de estas historias, tiernas, llenas de superación. Juro que la escuché interesado pero entre lo acelerado que iba mi corazón y que no podía apartar la vista de sus labios, sentía que me hablaba en su idioma natal o incluso que sin hacerlo, nuestros sentidos se seguían comunicando.

De esto también hablaríamos en varias ocasiones más: ese verano de excursiones eternas y escapadas nocturnas a la playa, cuando nos reencontramos un par de años después en Escocia, cuando vino a verme a aquel pueblecito perdido en la montaña, cuando yo fui a su aldea natal, y ni una sola vez fuimos capaces de hablar de verdad.

Nos seguimos la pista por redes sociales e incluso intercambiamos a veces mensajes y postales, pero siempre hubo una cuerda invisible que el tiempo acabó por deshilachar y que ya no pudimos volver a enlazar.

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