Mientras que todas sus compañeras se peleaban por tener aquel día libre, ni que fuera la tarde, Bibi incluso prefería hacer horas extra. Por megafonía se intercalaban versiones modernas de los villancicos de siempre con algunas voces que anunciaban la supuesta última oportunidad para disfrutar de tal o cual oferta.
Apurando los últimos minutos antes del cierre, algunos clientas corrían de aquí para allá entre los pasillos llenando el carro como si el establecimiento no fuera a abrir nunca más, mientras que otros se recreaban en las etiquetas de vinos y espumosos. Si no fuera por la fría mirada del guardia de seguridad que vigila casi con más atención sus propios movimientos que los de los clientes, Bibi se hubiese entretenido con ellos conversando sobre el tiempo tan primaveral de aquellos días de invierno, o las tradiciones en sus respectivas familias para aquella velada en función de los productos que se llevaban.
La encargada nunca la había preguntado pero estaba segura de que, allí donde se la veía siempre tan correcta, debía haber sido una joven revolucionaria no hace tanto tiempo cuyos padres habían echado de casa y no la había quedado otra que aprender la lección. Aunque no les conociera ni tuviera la certeza de que así hubiera sido, admiraba a sus progenitores por haber tenido la mano firme que ella no lograba mostrar en su casa y, como si de su propia misión se tratara, tomaba el testigo de los padres y machacaba con mano dura a una Bibi que no daba ni un solo problema y bien podría decir que la tenía manía, pero que asumía estoicamente cada petición de su encargada.
Para cuando el supermercado cerró sus puertas, Bibi había conseguido esquivar al de seguridad y a la encargada y esconderse en el baño. Las cámaras de vigilancia tampoco eran un problema para ella. Mientras que había compañerosque creían que tenía alguna enfermedad que la llevaba a una timidez extrema o incluso simplemente que tenía algún problema con la voz, otros pensaban que era extranjera y no dominaba bien el idioma. Tampoco era que ninguna hubiese mostrado el mínimo interés en conocerla. En cualquier caso Bibi hubiera rechazado todo intento por su parte en establecer siquiera una relación profesional. Lo cierto era que tenía sus propios objetivos profesionales.
Salió del baño sin preocuparse por las luces automáticas. Caminó al pasillo de los turrones y los polvorones; le gustaba que la primera impresión que se llevaran sus compatriotas estuviera relacionada con la tradición del momento, por facilitarles la adaptación.
Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y, con un par de movimientos que bien podría haberse dicho que eran parte de una sesión de yoga, se materializó delante de ella un velo semitransparente a través del cual comenzaron a aparecer pequeños seres con extremidades de piedra y cuerpo aterciopelado. De forma ordenada y en silencio fueron formando una fila hasta alcanzar la treintena. Entonces Bibi golpeó un par de veces el suelo con los nudillos y con varios gestos más el portal se volatilizó en el aire.
Completada la transformación de todas las criaturas, Bibi les llevó por el supermercado hasta el almacen. Les hizo montarse en la parte trasera de un camión y se subió ella misma como conductora.
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