sábado, 31 de agosto de 2019

Atardecer

Era de aquellos días que cuando llegaba la noche parecían haber transcurrido semanas, y sin embargo, apenas alcanzaban las veinticuatro horas. Tiempo que fluía lento bajo las manillas de un reloj acelerado.

Era de aquellos días de miradas cómplices, de abrazos que permanecen en la piel más allá de la distancia, de palabras que no se las puede llevar el viento porque quedan incrustadas en el alma y curan en lugar de hacer daño.

Contempló con escepticismo el cielo y el océano. Podía haber caído bajo el embrujo de los recuerdos, haber sido arañada por la nostalgia y perseguida por el monstruo de los rencores.

En cambio, se limitó a estar allí y respirar ese momento. Irrepetible. Fugaz y eterno. No era más que uno de aquellos días en que cuando llegaba la noche seguía siendo de día.

lunes, 26 de agosto de 2019

Tormentas de verano

Primero aparecían las hormigas con alas. Se pegaban a la ropa y compartían la comida contigo. A ratos eras tú quien tenía que pedirlas permiso para meter bocado. No era tiempo de exageraciones, sino de recoger ciruelas y dejar que las carcajadas volaran muy cerca.

Después llegaba ese calor, tórrido, pegajoso y desafiante que impregnaba el aire de futuros planes que jamás se realizarían. La temperatura se convertía en una buena razón para el dolor de cabeza originado por las cervezas.

Aún quedarían estrellas fugaces pero el cielo optaba, a aquellas alturas de agosto, por cubrirse de nubes negras e inundar las despedidas y las mentiras de los primeros amores. Con las primeras gotas quedaban cerradas las puertas aunque fuesen del campo.

Las calles pasaban a ser ríos y el barro formaba parte del vestuario de aquellos tres o cuatro días que no faltaban nunca a su cita. Nunca llegaban en la misma fecha; obviaban la puntualidad a sabiendas del asalvajamiento que producía pasar esos días encerrados. Los truenos despertaban el miedo de niños y mayores, voces acalladas por los vestigios de la niebla.

Al final todo pasaba y volvían a ser días de verano, con las tormentas sepultadas bajo la fiebre del olvido, y la promesa de aprovechar las últimas noches que bañarían la plenitud del recuerdo.

viernes, 23 de agosto de 2019

Mi nueva mejor amiga

He descubierto una araña gigante que duerme sobre mi cama. Estoy más que acostumbrada a las telas de araña, ni me asustan los animalitos ni me dan asco, pero es que al despertarme apareció una sedosa red que cubría toda la viga de lado a lado de la habitación; es que me parece ilegal que haya estado trabajando a esa velocidad. No sé quién será su jefe pero más le vale denunciarlo. Pero es que por si fuera poco ya tenía un bicho colgando, pero no es que volando se hubiera quedado atrapado y ya, no, no, es que estaba envuelto por completo, listo para el desayuno, es que ni siquiera pude averiguar de qué especie era el difunto porque no se distinguía nada.

Total, que como estaba medio dormida no le hice mucho caso, pero ¡ay, madre!, que cuando volví el cuerpo colgante ya no estaba y se movía una sombra por toda la habitación. Ahí sí que me cagué un poco, que eso de tener un inquilino que pueda acabar contigo por la noche no es lo mío.

Me fijé en la telaraña. Resulta que ya había conseguido comida para varios días. En realidad lo que me llamó la atención es que entre los bichos había una pata gigante de araña y estaba convencida de que era suya, porque la otra opción pasaba porque fuera de un hermano; comerse a otros bichos tiene un pase, ¡¿pero a su propio hermano?!

La localicé cuando se quedó quieta en un rinconcito. Parece que se iba a echar la siesta después del fuerte desayuno y toda la noche esclavizada en la construcción de la telaraña. La observé con cierto acojone. Tenía las ocho patas...

No volví a pisar la habitación hasta por la noche, por si acaso. Seguía en su sitio y el puente de seda no parecía haberse ensanchado. Entonces me quedé a oscuras y escuché un chasquido. No es que se hubiera ido la luz en la casa, que no sería de extrañar, era más divertido todavía, mi bombilla se había fundido y venían dos días de fiesta nacional, que a ver dónde narices encontraba yo una de repuesto. Sí, claro que barajé la alternativa de pedírsela a un vecino, creo que de hecho no quedó ninguno al que no se lo comentara, pero de mi pueblo y de los tres de alrededor.

Así que nada, ahí estaba yo dispuesta a pasar tres noches sin luz y una araña que dudaba que fuera a entrar bajo la suela de la zapatilla de mi hermano, que gasta un cuarenta y cinco. Desenfundé el móvil y activé la linterna, por lo menos tenía batería. Fue recorriendo toda la viga, mi nueva amiga seguía en su sitio, lo cual me tranquilizó ligeramente. Me metí en la cama sin apartar la vista y puse el teléfono a cargar para poder controlarla al día siguiente.

Dormí mal... fatal, pero no le voy a echar la culpa únicamente a la araña, que en una casa de madera, se escuchan los ronquidos del piso de abajo, del piso de arriba y de las tres habitaciones de al lado. Volví a poner la linterna del móvil. Mi amiga no se había movido, ¿se había muerto? Sople. Todo en calma. Una nueva ventolera y ninguna respuesta. Me confié y provoqué un huracán. ¡Ay, ay, ay! Me tendría que cambiar las bragas. La muchacha encogió sus patas y comenzó a caminar hacia mí. Fue la primera vez que volé bajando los escalones.

Sin embargo, aún no había llegado lo peor. Después de tres noches a oscuras y de, por supuesto, pasarme el día fuera de casa y trasnochar un poquito, no por la araña, que va, saliendo de fiesta como nunca antes en mi vida, conseguí una nueva bombilla y seis más de recambio. La verdad es que tengo que reconocer que había comenzado a unirnos una profunda amistad: habíamos llegado al acuerdo tácito de que si yo no la mataba, ella tampoco lo haría conmigo.

El caso es que después de casi una semana de convivencia, seguía recorriendo todas las noches la viga con mi linterna. Creo que prefería no haber sabido nada. Una hijita se balanceaba aún más cerca de mi cama. No paraba quieta, iba, venía, se colgaba. Pero vamos a ver, que eran las tres de la mañana, ¡por favor, váyanse a dormir!

Respiré profundamente y cerré los ojos. Confiaba en su capacidad educadora de madre, ¿o padre? No, no era algo por lo que sintiera especial curiosidad.

A la mañana siguiente me pertreché con la linterna más potente de toda la ferretería y recorrí toda la viga. Seis, seis, preciosas criaturitas vagaban por la sedosa telaraña. ¡¡¡¡Seis!!!! Y lo peor de todo, mi nueva mejor amiga me había abandonado. Es que a mí no se me da bien hacer de canguro. Claro, que con tanta descendencia igual no era tan extraño que se hubiera escapado un ratín, lo mismo y todo debía invitarla a una sesión de masaje gratuito.

Esa tarde llegaron mis primos los pijos. Siempre se habían quejado de que yo tenía el cuarto más grande. ¡Pero vamos a ver, mamelucos, si es que solo venís tres días al año! En un alarde de generosidad les regalé la estancia en mi habitación. Ahí disfruten ellos de las maravillas del campo.

lunes, 19 de agosto de 2019

El tiempo que entretuvimos

Manos entrelazadas
pretendían jugar,
besos fugaces
disparaban más allá,
caricias,
ternura.
Nada más.

Recuerdo descubrir la mitad
de tu universo gris,
doblegabas la rutina
con champán y un souvenir.

Distancias que alargaban la verdad,
el final.

Secretos a voces
mudos de callar.
Atardeceres de postal.
Nada más.

Mis nubes dormitaban
sobre arenas movedizas.
Acompañaba a la duda
a sembrar mi despertar.

Sin marcha atrás,
a favor del viento en contra.
Vuelan las estrellas
hacia el otoño que vendrá...
y se irá.


viernes, 16 de agosto de 2019

Abrigar los pies

Apenas podía ver el cuerpo más allá de las rodillas. Eran zapatos sin rostro que jugaban a detenerse ante mi sin cumplir nunca su promesa, adquiriendo de nuevo el ritmo de la vida moderna.

Azules, marrones, deportivas, con tacón,... y las tuyas. Siempre las mismas sin importar la meteorología, día tras día.

Las horas pasaban lentas en aquel cuchitril y se ralentizaban aún más cuando veía aparecer al inicio de la calle tus zapatillas del mismo color que tu putrefacta alma. Mi cuerpo comenzaba a temblar, rezaba entre susurros y las lágrimas se agolpaban en mis ojos. Siempre sonreías al entrar en la habitación. Dejabas la comida y me acariciabas el pelo. Te daban igual mis puñetazos y que te escupiera en la corbata. Tu fuerza desmedida cargaría contra mis extrañas incluso cuando era amable, así que por los menos me daba ese gusto en que mis uñas rasgaran tu piel. No importaban mis súplicas ni mis gritos. Tu respuesta siempre era una dulce sonrisa.

Juro que me rendí confiando en que tú hicieras lo mismo. Pero seguías llegando con tus zapatillas, cada vez más desgastadas y con un olor que se volvía tarde tras tarde más nauseabundo. Era lo que menos nos importaba. A los dos. Entrabas dispuesto a arrancar la poca esperanza que aún podía albergar y lo demás daba igual.

Entonces opté por confiar en tus borracheras. Algún día cometerías un fallo y allí estaría yo, con mis pies descalzos y ensangrentados.

Tardaste más de lo que esperaba, pero esa madrugada deje de tener miedo.

28-02-2019

viernes, 9 de agosto de 2019

Paraísos secretos

Nos hablaba de aquel lugar como de un mundo mágico, de naturaleza salvaje y espirítus indomables; donde el tiempo fluía con la lentitud propia de la desdicha pero llenando el espacio de gloria.

Había quienes le llamaban egoísta porque jamás revelaba su ubicación. Era el secreto que se llevaría a la tumba. Para otros no era más que un cuento sin fundamento dado que tampoco enseñaba fotografías.

Solo en una ocasión le pregunté por aquel paraje que parecía ser el origen de su felicidad. Su respuesta resultó ambigua a la lógica de mis desvelos. Al principio tuve la impresión de que cambiaba de tema: me habló de la familia no compartida, de los sueños de verano que se adelantan a la primavera y de cómo la niebla acariciaba el monte pero nunca arañaba.

En la fiesta que le organizamos por su cincuenta cumpleaños conocimos a su familia. Enseguida hubo quienes se abalanzaron sobre su hija para preguntarle el nombre de su pueblo; resulta que no tenía y que de echo odiaba las vacaciones. Su mujer se mostró ligeramente desencantada, que su marido le había contado maravillas de sus compañeros y ninguno tenía superpoderes.

lunes, 5 de agosto de 2019

Tacones


Caminaba sin rumbo por el centro comercial. Se había vestido de forma elegante y en su casa se habían emocionado con la certeza de que se dirigía a una cita. Ella no les quitó la ilusión.

Paseó ojeando los escaparates con cierto desinterés pese a que adoraba pasar las tardes allí. Entró a varias tiendas y se probó pantalones y camisas sintiéndose incómoda con todas. Con un evidente cabreo se dirigió a una zapatería y compró unos tacones con los que salió puestos. Eran altos. Muy altos. Por un instante, la hizo ilusión. Quería probar sus límites aún a riesgo de caer. Aún a riesgo de que las ampollas y la sangre hicieran de aquella tarde la última en que se pusiera aquel calzado.

Ya en la calle se encaminó hacia un paseo arbolado. Le recordaba a su infancia. Era una isla en la que flotar libre. Allí no pasaba el tiempo y su mente se negaba a volver a tierra. A veces había tanto turista que no quedaban huecos por los que pudieran colarse sus sueños de niña. Entonces la agonía clavaba sus garras con un poco más de intensidad.

Por lo menos aquella tarde tuvo suerte. Se sentó en un banco y sacó su móvil. Navegó por la lista de chats del WhatsApp curioseando las fotografías de perfil. Se detuvo en la de ella y accedió a la conversación. Los últimos mensajes auguraban un próximo encuentro que, por supuesto, y para variar, no se había producido.

Llevaba dos meses queriendo llamarla. Quizá hubiera sido suficiente con intercambiar un par de mensajes, sabía que de cualquier modo daría en la diana con sus palabras. Estaba jodida e incluso sería capaz de reconocerlo. Pero no. Optó por resistir. ¿Resistir a qué?

Se descalzó cuando la sangre ya empezaba a secarse. Ella la hubiera prohibido comprar aquellos tacones. Ella la hubiera detenido con la primera rozadura. Ella hubiera curado al instante sus heridas. Ella hubiera impedido la infección. Ella no estaba allí.

Llevaba dos meses queriendo llorarla y aun así no llamó. Volvió a ponerse los tacones y se alejó del parque de su infancia con intención de buscarse una cita para la siguiente semana.

jueves, 1 de agosto de 2019

El colgante

Aquella mañana no había cambiado nada. Ismael se había levantado a la misma hora. Había plantado primero el pie izquierdo porque era su buena costumbre y podía darle la razón a quien le hablara de su creciente mal humor, actitud que a su juicio no era más que una puntual respuesta agria, borde, para aquellos con los que no quería dilapidar sus minutos.

Caminaba el muchacho por el pasillo rebozándose por la pared, que estando ésta desnuda y ante el calor estival, lo veía una buena medida refrigeradora aunque fuesen apenas unos segundos. No era que se conformara con poco, era que la opción de la ducha o de plantarse delante del ventilador pasaba por recorrer la mitad de la casa en que olía a ambientador y desodorante, lo que su delicado olfato le impedía con continuas amenazas de derramar la cena de la noche anterior y de la de hacía tres días en cuento ponía un pie en el pasillo. Lo del aire acondicionado tampoco iba con él; por experiencia propia, vivida y sufrida también por todos los habitantes del edificio, sabía de los males que aquejarían su garganta ante unos minutos de exposición a aquel falso vientecillo. 

Se sentó a desayunar tan tranquilo cuando de pronto recordó que la noche anterior le había dejado su novia por SMS después de haberle bloqueado en Whatsapp. Al principio se asustó porque jamás había recibido uno y pensaba que era una citación para ir a la mili. Tuvo que tranquilizarle su padre asegurándole que si existiera la posibilidad de que a un zoquete como él le dejaran un arma, ya se habría ocupado personalmente de impedirlo augurando las consecuencias de su torpeza. Así que después de que la abuela le diera permiso para tomarse un par de chupitos por el disgusto tan grande que se había llevado, consiguió leer aquella proeza del SMS. Cómo sabía la zagala que de esa forma no discutirían, el mensaje y la llamada eran un esfuerzo al que había renunciado hacía tiempo.

El caso es que hacía poco que le había pedido el favor de su vida a su madre: que le comprara un colgante precioso (es decir, carísimo) que se le había antojado a la mozuca y que por lo visto no lo había de imitación. Hasta ahí todo bien, pero es que su querida madre le había añadido el detalle de grabar el nombre de la chica por detrás. Sin tener eso en cuenta podía esperar la joyita guardada en un cajón hasta que su poder de latin lover volviera a actuar, pero las probabilidades de que eso ocurriera eran ya de por sí escasas, ínfimas si la enamorada en cuestión debía tener nombre polaco, y no uno culaquiera, el de su ex.

Lo mejor era deshacerse de ello y evitarle el sufrimiento a su pobre corazoncito, que sí, que no había derramado ni una sola lágrima por la ruptura, pero que a veces el Ismael tenía sentimientos, y no quería que le atacaran en medio de una partida. Puso a trabajar sus neuronas a destajo, sí, las pocas que le quedaban porque medio cerebro se lo había licuado el calor y el otro medio las casi diez horas diarias de videoconsola.

Barajó la posibilidad de lanzarlo por la ventana y que el viento hiciera con ello lo que buena gana le diera. Luego pensó que con lo poco que se movían las hojas de los árboles, había más posibilidades de que le diera a alguien en la cabeza y le sacara un ojo, o peor, que su propia madre lo encontrara allí abandonado, lo recogiera y lo trajera de vuelta, ganándose encima un chancletazo dobla esquinas.

Se le ocurrió entonces estamparlo contra la pared con la mayor de sus fuerzas. Era absurdo; ni él tenía fuerza, ni comulgaba con la violencia, ni la pared se merecía ningún castigo. Además, la abuela se echaba la siesta del mediodía al otro lado y le dejaría sin propina por haberla despertado, y eso que la señora era más bien dura de oído.

Después de dos minutos desmembrándose los sesos y habiendo acabado con la caja de cereales, llegó incluso a plantearse la posibilidad de reconquistarla, pero claro, para eso también debía pensar cómo hacerlo, que eso de llegar y plantarse delante de ella y simplemente hablar le daba un poco de mal rollito. Así que a falta de una mejor solución, concluyó que su existencia estaría marcada por aquel colgante maldito que le impediría volver a enamoriscarse.

Y con aquel dolor de cabeza se espanzurrió en el sofá y encendió la Play.