He descubierto una araña gigante que duerme sobre mi cama. Estoy más que acostumbrada a las telas de araña, ni me asustan los animalitos ni me dan asco, pero es que al despertarme apareció una sedosa red que cubría toda la viga de lado a lado de la habitación; es que me parece ilegal que haya estado trabajando a esa velocidad. No sé quién será su jefe pero más le vale denunciarlo. Pero es que por si fuera poco ya tenía un bicho colgando, pero no es que volando se hubiera quedado atrapado y ya, no, no, es que estaba envuelto por completo, listo para el desayuno, es que ni siquiera pude averiguar de qué especie era el difunto porque no se distinguía nada.
Total, que como estaba medio dormida no le hice mucho caso, pero ¡ay, madre!, que cuando volví el cuerpo colgante ya no estaba y se movía una sombra por toda la habitación. Ahí sí que me cagué un poco, que eso de tener un inquilino que pueda acabar contigo por la noche no es lo mío.
Me fijé en la telaraña. Resulta que ya había conseguido comida para varios días. En realidad lo que me llamó la atención es que entre los bichos había una pata gigante de araña y estaba convencida de que era suya, porque la otra opción pasaba porque fuera de un hermano; comerse a otros bichos tiene un pase, ¡¿pero a su propio hermano?!
La localicé cuando se quedó quieta en un rinconcito. Parece que se iba a echar la siesta después del fuerte desayuno y toda la noche esclavizada en la construcción de la telaraña. La observé con cierto acojone. Tenía las ocho patas...
No volví a pisar la habitación hasta por la noche, por si acaso. Seguía en su sitio y el puente de seda no parecía haberse ensanchado. Entonces me quedé a oscuras y escuché un chasquido. No es que se hubiera ido la luz en la casa, que no sería de extrañar, era más divertido todavía, mi bombilla se había fundido y venían dos días de fiesta nacional, que a ver dónde narices encontraba yo una de repuesto. Sí, claro que barajé la alternativa de pedírsela a un vecino, creo que de hecho no quedó ninguno al que no se lo comentara, pero de mi pueblo y de los tres de alrededor.
Así que nada, ahí estaba yo dispuesta a pasar tres noches sin luz y una araña que dudaba que fuera a entrar bajo la suela de la zapatilla de mi hermano, que gasta un cuarenta y cinco. Desenfundé el móvil y activé la linterna, por lo menos tenía batería. Fue recorriendo toda la viga, mi nueva amiga seguía en su sitio, lo cual me tranquilizó ligeramente. Me metí en la cama sin apartar la vista y puse el teléfono a cargar para poder controlarla al día siguiente.
Dormí mal... fatal, pero no le voy a echar la culpa únicamente a la araña, que en una casa de madera, se escuchan los ronquidos del piso de abajo, del piso de arriba y de las tres habitaciones de al lado. Volví a poner la linterna del móvil. Mi amiga no se había movido, ¿se había muerto? Sople. Todo en calma. Una nueva ventolera y ninguna respuesta. Me confié y provoqué un huracán. ¡Ay, ay, ay! Me tendría que cambiar las bragas. La muchacha encogió sus patas y comenzó a caminar hacia mí. Fue la primera vez que volé bajando los escalones.
Sin embargo, aún no había llegado lo peor. Después de tres noches a oscuras y de, por supuesto, pasarme el día fuera de casa y trasnochar un poquito, no por la araña, que va, saliendo de fiesta como nunca antes en mi vida, conseguí una nueva bombilla y seis más de recambio. La verdad es que tengo que reconocer que había comenzado a unirnos una profunda amistad: habíamos llegado al acuerdo tácito de que si yo no la mataba, ella tampoco lo haría conmigo.
El caso es que después de casi una semana de convivencia, seguía recorriendo todas las noches la viga con mi linterna. Creo que prefería no haber sabido nada. Una hijita se balanceaba aún más cerca de mi cama. No paraba quieta, iba, venía, se colgaba. Pero vamos a ver, que eran las tres de la mañana, ¡por favor, váyanse a dormir!

Respiré profundamente y cerré los ojos. Confiaba en su capacidad educadora de madre, ¿o padre? No, no era algo por lo que sintiera especial curiosidad.
A la mañana siguiente me pertreché con la linterna más potente de toda la ferretería y recorrí toda la viga. Seis, seis, preciosas criaturitas vagaban por la sedosa telaraña. ¡¡¡¡Seis!!!! Y lo peor de todo, mi nueva mejor amiga me había abandonado. Es que a mí no se me da bien hacer de canguro. Claro, que con tanta descendencia igual no era tan extraño que se hubiera escapado un ratín, lo mismo y todo debía invitarla a una sesión de masaje gratuito.
Esa tarde llegaron mis primos los pijos. Siempre se habían quejado de que yo tenía el cuarto más grande. ¡Pero vamos a ver, mamelucos, si es que solo venís tres días al año! En un alarde de generosidad les regalé la estancia en mi habitación. Ahí disfruten ellos de las maravillas del campo.