Caminaba sin rumbo por el centro
comercial. Se había vestido de forma elegante y en su casa se habían emocionado
con la certeza de que se dirigía a una cita. Ella no les quitó la ilusión.
Paseó ojeando los escaparates con
cierto desinterés pese a que adoraba pasar las tardes allí. Entró a varias
tiendas y se probó pantalones y camisas sintiéndose incómoda con todas. Con un
evidente cabreo se dirigió a una zapatería y compró unos tacones con los que
salió puestos. Eran altos. Muy altos. Por un instante, la hizo ilusión. Quería
probar sus límites aún a riesgo de caer. Aún a riesgo de que las ampollas y la
sangre hicieran de aquella tarde la última en que se pusiera aquel calzado.
Ya en la calle se encaminó hacia
un paseo arbolado. Le recordaba a su infancia. Era una isla en la que flotar
libre. Allí no pasaba el tiempo y su mente se negaba a volver a tierra. A veces
había tanto turista que no quedaban huecos por los que pudieran colarse sus
sueños de niña. Entonces la agonía clavaba sus garras con un poco más de
intensidad.

Llevaba dos meses queriendo
llamarla. Quizá hubiera sido suficiente con intercambiar un par de mensajes,
sabía que de cualquier modo daría en la diana con sus palabras. Estaba jodida e
incluso sería capaz de reconocerlo. Pero no. Optó por resistir. ¿Resistir a
qué?
Se descalzó cuando la sangre ya
empezaba a secarse. Ella la hubiera prohibido comprar aquellos tacones. Ella la
hubiera detenido con la primera rozadura. Ella hubiera curado al instante sus
heridas. Ella hubiera impedido la infección. Ella no estaba allí.
Llevaba dos meses queriendo llorarla y aun así no llamó.
Volvió a ponerse los tacones y se alejó del parque de su infancia con intención
de buscarse una cita para la siguiente semana.
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