Apenas podía ver el cuerpo más allá de las rodillas. Eran zapatos sin rostro que jugaban a detenerse ante mi sin cumplir nunca su promesa, adquiriendo de nuevo el ritmo de la vida moderna.
Azules, marrones, deportivas, con tacón,... y las tuyas. Siempre las mismas sin importar la meteorología, día tras día.
Las horas pasaban lentas en aquel cuchitril y se ralentizaban aún más cuando veía aparecer al inicio de la calle tus zapatillas del mismo color que tu putrefacta alma. Mi cuerpo comenzaba a temblar, rezaba entre susurros y las lágrimas se agolpaban en mis ojos. Siempre sonreías al entrar en la habitación. Dejabas la comida y me acariciabas el pelo. Te daban igual mis puñetazos y que te escupiera en la corbata. Tu fuerza desmedida cargaría contra mis extrañas incluso cuando era amable, así que por los menos me daba ese gusto en que mis uñas rasgaran tu piel. No importaban mis súplicas ni mis gritos. Tu respuesta siempre era una dulce sonrisa.
Juro que me rendí confiando en que tú hicieras lo mismo. Pero seguías llegando con tus zapatillas, cada vez más desgastadas y con un olor que se volvía tarde tras tarde más nauseabundo. Era lo que menos nos importaba. A los dos. Entrabas dispuesto a arrancar la poca esperanza que aún podía albergar y lo demás daba igual.
Entonces opté por confiar en tus borracheras. Algún día cometerías un fallo y allí estaría yo, con mis pies descalzos y ensangrentados.
Tardaste más de lo que esperaba, pero esa madrugada deje de tener miedo.
28-02-2019
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