Nos hablaba de aquel lugar como de un mundo mágico, de naturaleza salvaje y espirítus indomables; donde el tiempo fluía con la lentitud propia de la desdicha pero llenando el espacio de gloria.
Había quienes le llamaban egoísta porque jamás revelaba su ubicación. Era el secreto que se llevaría a la tumba. Para otros no era más que un cuento sin fundamento dado que tampoco enseñaba fotografías.
Solo en una ocasión le pregunté por aquel paraje que parecía ser el origen de su felicidad. Su respuesta resultó ambigua a la lógica de mis desvelos. Al principio tuve la impresión de que cambiaba de tema: me habló de la familia no compartida, de los sueños de verano que se adelantan a la primavera y de cómo la niebla acariciaba el monte pero nunca arañaba.

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