lunes, 26 de agosto de 2019

Tormentas de verano

Primero aparecían las hormigas con alas. Se pegaban a la ropa y compartían la comida contigo. A ratos eras tú quien tenía que pedirlas permiso para meter bocado. No era tiempo de exageraciones, sino de recoger ciruelas y dejar que las carcajadas volaran muy cerca.

Después llegaba ese calor, tórrido, pegajoso y desafiante que impregnaba el aire de futuros planes que jamás se realizarían. La temperatura se convertía en una buena razón para el dolor de cabeza originado por las cervezas.

Aún quedarían estrellas fugaces pero el cielo optaba, a aquellas alturas de agosto, por cubrirse de nubes negras e inundar las despedidas y las mentiras de los primeros amores. Con las primeras gotas quedaban cerradas las puertas aunque fuesen del campo.

Las calles pasaban a ser ríos y el barro formaba parte del vestuario de aquellos tres o cuatro días que no faltaban nunca a su cita. Nunca llegaban en la misma fecha; obviaban la puntualidad a sabiendas del asalvajamiento que producía pasar esos días encerrados. Los truenos despertaban el miedo de niños y mayores, voces acalladas por los vestigios de la niebla.

Al final todo pasaba y volvían a ser días de verano, con las tormentas sepultadas bajo la fiebre del olvido, y la promesa de aprovechar las últimas noches que bañarían la plenitud del recuerdo.

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