Aquella mañana no había cambiado nada. Ismael se había levantado a la misma hora. Había plantado primero el pie izquierdo porque era su buena costumbre y podía darle la razón a quien le hablara de su creciente mal humor, actitud que a su juicio no era más que una puntual respuesta agria, borde, para aquellos con los que no quería dilapidar sus minutos.
Caminaba el muchacho por el pasillo rebozándose por la pared, que estando ésta desnuda y ante el calor estival, lo veía una buena medida refrigeradora aunque fuesen apenas unos segundos. No era que se conformara con poco, era que la opción de la ducha o de plantarse delante del ventilador pasaba por recorrer la mitad de la casa en que olía a ambientador y desodorante, lo que su delicado olfato le impedía con continuas amenazas de derramar la cena de la noche anterior y de la de hacía tres días en cuento ponía un pie en el pasillo. Lo del aire acondicionado tampoco iba con él; por experiencia propia, vivida y sufrida también por todos los habitantes del edificio, sabía de los males que aquejarían su garganta ante unos minutos de exposición a aquel falso vientecillo.
Se sentó a desayunar tan tranquilo cuando de pronto recordó que la noche anterior le había dejado su novia por SMS después de haberle bloqueado en Whatsapp. Al principio se asustó porque jamás había recibido uno y pensaba que era una citación para ir a la mili. Tuvo que tranquilizarle su padre asegurándole que si existiera la posibilidad de que a un zoquete como él le dejaran un arma, ya se habría ocupado personalmente de impedirlo augurando las consecuencias de su torpeza. Así que después de que la abuela le diera permiso para tomarse un par de chupitos por el disgusto tan grande que se había llevado, consiguió leer aquella proeza del SMS. Cómo sabía la zagala que de esa forma no discutirían, el mensaje y la llamada eran un esfuerzo al que había renunciado hacía tiempo.

Lo mejor era deshacerse de ello y evitarle el sufrimiento a su pobre corazoncito, que sí, que no había derramado ni una sola lágrima por la ruptura, pero que a veces el Ismael tenía sentimientos, y no quería que le atacaran en medio de una partida. Puso a trabajar sus neuronas a destajo, sí, las pocas que le quedaban porque medio cerebro se lo había licuado el calor y el otro medio las casi diez horas diarias de videoconsola.
Barajó la posibilidad de lanzarlo por la ventana y que el viento hiciera con ello lo que buena gana le diera. Luego pensó que con lo poco que se movían las hojas de los árboles, había más posibilidades de que le diera a alguien en la cabeza y le sacara un ojo, o peor, que su propia madre lo encontrara allí abandonado, lo recogiera y lo trajera de vuelta, ganándose encima un chancletazo dobla esquinas.
Se le ocurrió entonces estamparlo contra la pared con la mayor de sus fuerzas. Era absurdo; ni él tenía fuerza, ni comulgaba con la violencia, ni la pared se merecía ningún castigo. Además, la abuela se echaba la siesta del mediodía al otro lado y le dejaría sin propina por haberla despertado, y eso que la señora era más bien dura de oído.
Después de dos minutos desmembrándose los sesos y habiendo acabado con la caja de cereales, llegó incluso a plantearse la posibilidad de reconquistarla, pero claro, para eso también debía pensar cómo hacerlo, que eso de llegar y plantarse delante de ella y simplemente hablar le daba un poco de mal rollito. Así que a falta de una mejor solución, concluyó que su existencia estaría marcada por aquel colgante maldito que le impediría volver a enamoriscarse.
Y con aquel dolor de cabeza se espanzurrió en el sofá y encendió la Play.
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