Finales de Octubre. Visto lo visto, la mejor semana de todo el voluntariado. Han volado dos meses y nos preguntamos qué deben sentir aquellos que realizan el voluntariado con esa corta duración. Nos parece imposible tener que frenar cuando aún hay tantas experiencias por vivir... o debería haberlas.

De lunes a miércoles participé en un residencial con varios jóvenes de nuestros talleres. Se trataba de una formación para nuevos mentores. Se trata de la figura de un joven al que los demás puedan hablar en confianza de sus problemas y éstos tengan herramientas para pedir ayuda a los adultos y dejar la conversación en un diálogo entre amigos.
Aunque llevábamos varias semanas organizándolo, no cumplimos casi nada del planning. La coordinadora de los talleres nos condujo hasta el bosque donde tendría lugar el residencial, un espacio de película a menos de una hora de nuestra ciudad. Los alojamientos eran de madera y todo alrededor verde, con un lago e incluso hoguera para los malvaviscos.
Mi tarea consistía en tomar todas las fotografías posibles y grabar unas escenas que los jóvenes mismos redactarían en tiempo record sobre bullying y la labor del mentor. Y ha llegado el momento de hablar de Aalto. Ella es una chica finlandesa estudiante en la universidad de Bournemouth de trabajo social, y que empezó a la vez que nosotros con sus primeras prácticas. Aparte de todo lo que me ayudó durante las sesiones y en la preparación de aquellos primeros videos, mi admiración la tiene por su dedicación y cariño con los jóvenes, cómo disfruta con ellos y les hace reír en todo momento, más allá de su labor de fomentar su bienestar. Me siento muy afortunada de haber compartido y aprendido aquellos meses con ella. No hace falta decir que llegará a donde quiera porque es algo que ya hace. Es sobre hacer los sueños realidad. Personas así son las que te hacen valorar tu propio camino. Gracias.
He ido pocas veces de campamento, pero lo que disfruté de esta experiencia es mucho más de lo que podía haber imaginado. Fue idílico pese a lo cansado. Sé que de ahí saldrá un texto especial.

El miércoles volvimos a casa por la tarde y el jueves por la mañana me marché a Dover con Ádám. Probablemente no te suene el lugar, como a la mayoría de las personas a las que le se lo mencione. Fue capricho, la necesidad de seguir viajando y que recientemente había leído un libro que trascurría allí y se me antojo ir. Íbamos con miedo a haber desperdiciado tiempo y dinero en un lugar que quizá no mereciera la pena... y jamás podré arrepentirme de aquella decisión y de aquel fin de semana.
El viaje fue largo. Y con largo me refiero a siete horitas de autobús con una única parada en Londres. Señalar que es una de las ciudades que conecta por ferry con Calais (Francia) y que son emblemáticos sus acantilados blancos.
Del hostal en el que nos alojamos también saldrá otra película, pero creo que no debería hablar de aquella experiencia más allá de que me recordaba a la película Malos tiempos en el Royale (Bad times at the Royale, Drew Goddard, 2018).
El viernes estuvimos visitando unas fortalezas que sirvieron como defensa de la invasión napoleónica. El lugar, sigo con las películas, me recordaba a
El corredor del laberinto (The maze runner, Wes Ball, 2014) y el silencio sobrecogedor nos llevaba a pensar en las personas que murieron allí. También llovió y subimos escaleras, muchas escaleras. Pero la vista de toda la bahía merecía la pena. Por la tarde vimos también el museo de la ciudad y luego fuimos a un faro. Fue un paseo muy largo pero precioso. A la vuelta también llovió, y nos calamos, y nos perdimos, y nos llenamos de fango (por supuesto), fue todo tan intenso que creo que podría incluso haberlo disfrutado más. En esa ciudad se quedaron muchos recuerdos.
El sábado nos acercamos a Canterbury y me convertí en hermana de Ádám. Lo de los autobuses en Inglaterra es un tema que no entenderé nunca. Cuando pedimos los billetes nos cobró el abono familiar, no es la primera ni la última vez que nos pasará, pero es un tanto a nuestro favor. ¡Ah, continuamos con la tradición de correr para no perder el bus!

Me decepcionó ligeramente. Supongo que porque tampoco acompañó el tiempo. La catedral estaba en obras (como prácticamente todos), y aunque había cosas interesantes en el interior (como la biblioteca con libros antiquísimos), mi vista seguía cautivada por la de Salisbury. Por la tarde intentamos ver una torre pero por culpa del viento y la lluvia estaba cerrado (el guardia nos dijo que no recordaba un día tan malo en años), vagabundeamos por la ciudad y volvimos a Dover. Esa noche, 2 de Noviembre, Irene se había casado y nuestros 1500 metros se estrenaban en la Sala La Usina. Habían sido días muy difíciles y las palabras no me salían, pero me subí a la azotea y todo brotó. Los recuerdos estarán ligados para siempre. Hubo fango y mucha felicidad.

Encaramos el domingo con calma y cierto cansancio, pero fue el día que mejor tiempo tuvimos. Nos acercamos hasta el castillo. Pasamos seis horas y aun así no nos dio tiempo a verlo todo. Pensábamos que la entrada era cara pero mereció la pena, vaya que sí. Había mucha información y mucha recreación. La puesta de sol desde allí fue espectacular aunque puede que no tan especial como mi mente lo recuerda. Supongo que parte de la magia de aquel viaje.
Regresamos a Bournemouth a las dos de la mañana. Sé que a veces me pongo muy intensa, demasiado; no lo puedo evitar cuando fue un tiempo feliz por mucho que me suene a cursilada. No hace falta pensar, está ahí.