Nunca antes había visto un cuerpo muerto. Ni siquiera en un telediario. Ariel era esa clase de personas que a sus veintisiete años parecía no haber roto un plato, y en verdad no lo había hecho. Aún. Era una especie de princesa que vive su propio cuento de hadas.
Era la cuarta vez que se proponía tomar la costumbre de correr por la playa al amanecer. Quizá fuera la última. Era una persona físicamente activa pero lo de hacer deporte por mejorar su forma física, simplemente no iba con su personalidad. Y aún así volvía a intentarlo.
Durante el siguiente kilómetro redujo aún más la marcha. Le resultaba tremendamente aburrido. Pensó que, quizá, si hubiera llevado los auriculares y fuera escuchando música, sería mucho más ameno. Pero también le parecía una pena negarse a escuchar el ritmo de las olas en calma.
Luego encontró su pierna. Pálida. Fría. Aunque no se atreviera a tocarla. Tenía una cadena de plata en el tobillo con el nombre de Julieta grabado en una placa. No tenía claro si el resto del cuerpo estaba sepultado bajo la arena o se trataba exclusivamente de la extremidad cercenada. Sacó su móvil del bolsillo y marcó el número de la policía. Dio un tono. Dos.
Enseguida escuchó su nombre. El de Julieta. El hombre triste caminaba hacia Ariel con el rostro enfurecido. Mascullaba algo. Estaba borracho. Ariel permanecía inmóvil, incapaz de hacer nada.
Él se dejó caer abatido junto al miembro mortecino. Lo apretó con fuerza entre sus dedos con la mano izquierda y con la derecha cogió un puñado de arena que, en un movimiento torpe, pretendió lanzar a Ariel. Forcejearon. Se revolcaron en el suelo.
Para cuando llegó la policía, eran dos los cadáveres.
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