¿Se puede cambiar el mundo a través del teatro?
Bajo esta premisa, el pasado mes de septiembre se lanzó una peculiar
convocatoria en busca de jóvenes artistas que dieran voz a un término al que
acompañan cada vez más adjetivos: crisis.
El Centro Dramático Nacional acoge en el Teatro María Guerrero esta original
propuesta de Teatro en vilo coproducida con Barco Pirata y que sigue sobre las
tablas hasta el 19 de junio.
Blast habla de parar y tomar conciencia. De escuchar y de escucharse. Del
silencio. De proponer y buscar la revolución. Del odio. De estar harto. De
equivocarse. De ir a terapia. De querer y de quererse. Blast es básicamente un
ensayo sobre la sociedad en que vivimos y se supone queremos cambiar.
Pero también es una obra en la que el público tiene la obligación de
participar. En un momento determinado, uno de los intérpretes le pide a los
espectadores que se pongan de pie para hacer un experimento. Va recitando situaciones que implican renuncias
y el público se va sentando cuando se siente identificado. Muy pocos quedan de
pie. La vida cotidiana. Las renuncias. La vida diaria. Bajo esa experiencia colectiva y casi como parte de una
misa, se realiza una colecta de dinero para comprar entradas para este mismo
espectáculo y que otras personas sin recursos puedan igualmente verla. Algo así
tan sencillo, tan inocente como querer cambiar el mundo desde un escenario.
Sobre el escenario hay personas y personajes. A veces más evidente el personaje (lógico en
realidad aunque debiera no llamar tanto la atención) a través del texto,
recordándonos demasiadas veces el objetivo que tienen, individual y colectivo; y otras, la persona, con unas
interpretaciones que, sin duda se aprecian trabajadas, pero que se pierden en
varias ocasiones. Lo que aquí podría entenderse como parte de la performance.
Si es que en algún momento termina de resultar ello creíble. Pero se queda a
medio camino.
Son dos horas de espectáculo que, si bien físicamente pueden ser largas y a
nivel dramatúrgico podrían cuestionarse ciertas explicaciones y autoreferencias, visualmente componen una revolución
de colores desde el mismo momento en que se eleva el telón: sobre un escenario
completamente blanco destaca una bola roja gigante. El vestuario y los escasos
(pero más que suficientes) elementos escenográficos siguen una cuidada línea en
esta dirección.
En cuanto a la luz, se mantiene prácticamente plana con el uso de un foco puntual para realzar ciertos speechs. Esa correcta sencillez se rompe por completo en la última
parte, cuando de nuevo toman fuerza los colores a los que se le suman seis
bolas de discoteca que inundan de vida todo el teatro. Y pasa a ser una fiesta. Antes de que te hayas
dado cuenta, te han sumergido en otro mundo. El de ahí dentro. Y quizá el de
afuera. De esos dos mundos también trata la obra.
Es una propuesta eminentemente musical, sobre todo la primera media hora y
el final (la mayor parte en directo). La batería hace retumbar el teatro y el
piano acompaña las melodiosas voces del elenco. Y luego hay otra parte de música actual reconocible en una suerte de fiesta que habla de la juventud y del amor. Está muy bien que los jóvenes sean también jóvenes.
Constantemente me viene al recuerdo otra función que tuvo lugar en ese mismo
escenario unos meses atrás: Comedia sin
título. Sobre todo por las luces y la iconografía (mucho mayor en aquella
otra sin duda) pero también por algo que aquí se muestra de formas sutil: son
varias las referencias al propio acto de representar, dirigiéndose a los
técnicos, con lenguaje de entre bambalinas,... Quizá ya no resulte tan original
y en ocasiones incluso sobreactuado, pero sí que es cierto que cumple con los
objetivos de la obra que al final es lo importante.
En conclusión: Es una experiencia teatral en todos los sentidos, que en primera instancia entra por los ojos y después provoca una
larga charla o autoreflexión sobre todas las hipótesis que lanza.