La norma es clara desde el principio: nada de primera persona que sea en primera persona. Es decir, es válido el término yo y todas las conjugaciones que ello implica, siempre y cuando se trate de un otro. Cuando sea un juego de palabras. De escritura. De gestos despistados. Eso está permitido. Y aún más, es casi una obligación un par de veces al año. Lo que viene a su vez a significar que todo lo demás es una prohibición. Una cláusula estudiada a conciencia. Y, seamos sinceros, de la misma forma, preparada para incumplirse.
Hasta hace tres años observaba los términos gracias y por favor como complementos decorativos al final de una frase, innecesarios, ignorados, ni siquiera un sujeto que se sobreentiende por la forma del verbo. El signo de interrogación que es invisible cuando se pronuncia. Era así no por decisión propia, sino como resultado de la observación de su existencia.
Cobró sentido entre los descerebrados de los ingleses. Ellos, que omiten la exclamación del principio y pronuncian lo que buenamente les viene en gana, lo hicieron real. De una sinceridad tan natural que podía rasgar los tímpanos. Como la magia de revelar una fotografía analógica. Como llevar la mascarilla y aún así saber que la otra persona te sonríe cariñosa.
Y de regreso fueron apaleadas. Palabras expulsadas. Desterradas. Por un tiempo. Porque aquí también hay lugares en que cobran vida. Oasis de caricias que no llegan a rozar la piel y la penetran hasta la raiz. Como encontrar un tesoro bajo la forma de la piedra más común del monte.
Afortunada YO de poder vivir en ese monte y construir mi castillo en base a esos dos términos.