lunes, 29 de abril de 2024

Martes de otoño soleado - 1/2

Ha vuelto el temblor a sus manos y el silencio a su mirada. Habíamos vuelto del supermercado. Mientras yo colocaba la compra, él preparaba la lavadora. La radio estaba encendida pero yo no le prestaba nada de atención. Puede que él si lo estuviera escuchando. No lo sé. No solía hacerlo, le gustaba tenerla como ruido de fondo.

Me he descargado el programa y me lo he puesto con los auriculares en el baño. Después de veintiséis reproducciones, no he encontrado absolutamente nada que me de una pista sobre la razón que le ha podido llevar a ese estado. Porque los médicos no hacen mas que repetirme que se encuentra en un estado traumático de shock por algo que haya vivido o recordado. Y yo sólo sé que por más que intento ayudarle, no consigo nada. No esta vez.

Cuando nos conocimos era igual. Apenas un fantasma que vagabundeaba por la calle sin vida más allá del instante actual. Ni vida pasada ni vida futura; y de la pasada, poco me ha llegado a contar; de la futura, pensaba que la estábamos construyendo.

Recuerdo que fui a la despensa y le pregunté si le apetecía algo de pasta. Le pareció bien e incluso me sugirió que le añadiera unas salchichas y un poco de calabacín. Me volví a la cocina y puse el agua a cocer. No pasaron ni dos minutos cuando tuve que insistirle tres veces si quería una cerveza y no obtuve respuesta.

Recuerdo dudar por un segundo. Dudar con el mayor de los miedos. Y luego autoconvencerme de que no podía volver a pasar y que solo estaría embobado con el movil.

Continúa en la parte 2

viernes, 26 de abril de 2024

Un tiempo después 2/2

Regresa a Un tiempo después - 1/2

Andamos durante más de una hora y luego nos metemos en un bar. Él se pide un café solo y yo un batido de mango y piña. Nos sentamos en una mesa cerca de la entrada, en mitad del pasillo. Paga él según nos sirven. Tengo ganas de ir al baño pero me da miedo que aproveche mi ausencia para largarse. Antes no lo hubiera hecho, habría sido yo. Por eso tengo miedo, porque soy consciente de que se han invertido los roles. Con el bullicio del local a veces creo que no me llega a escuchar. Supongo que en este caso no importa.

Me fijo en que le han salido varias canas y que la barba larga le sienta muy bien aunque tiene que cuidarsela un poco más. Sus manos se sienten ahora ásperas incluso sin haberlas tocado, y las ojeras parecen más bien un tatuaje sobre su piel, permanentes, imborables, adheridas.

Al día siguiente recordaré que todavía llevaba en la muñeca izquierda una pulsera de hilo que le había regalado poco antes de empezar a salir y que nunca se puso mientras salíamos juntos.

Finalmente no me aguanto más y voy al baño. Rápido. Casi no me ha dado tiempo a echar la última gota cuando me estoy subiendo los pantalones. Apenas veo mi reflejo en el espejo y, en cambio, me freno un segundo antes de abandonar los lavabos. Me doy cuenta de que en realidad preferiría que se hubiera marchado. Para no tener que seguir hablando.

Pero salgo y ahí está. Mirando hacia delante come si no me hubiera ausentado. Ni con el móvil ni cotilleando al resto de la clientela. Me siento y no digo nada. Él propone salir de nuevo a la calle. Lo acepto y, sin darle más vueltas, le suelto que me voy a casar en unas semanas. No parece acusar el golpe. Me abraza pero no me felicita. Me abraza fuerte come si supiera de todos mis miedos. Y yo dejo que las lágrimas fluyan. Me abraza un tiempo largo. Muy largo. Pienso que nos debe estar mirando medio bar. Pero no es así. A nadie le importan mis miedos, su incapacidad para expresarse o nuestra historia de amor.

Cuando consigo secar mis mejillas, nos separamos. Su rostro parece sin seguir mostrar ninguna emoción respecto a la noticia que le acabo de dar.

Salimos a la calle y nos despedimos. Así sin más. Apenas un 'adios’ y nos alejamos en direcciones contrarias. Aun cuando vamos los dos hacia calles casi vecinas. Y ahora sé que por mucho que lo intente, no voy a ser capaz de olvidarle. Ni quiero que así sea.

lunes, 22 de abril de 2024

Un tiempo después - 1/2

Le encuentro muy cambiado. Desmejorado, diría incluso. Ahora es un hombre taciturno, silencioso, más silencio todavía que entonces, y fumador. No creo que sea egocentrica al pensarlo, pero sospecho que su decadencia empezó a raiz de nuestra separación.

Nos hemos visto varias veces en un intento por mi parte de crear una amistad que temo no está surgiendo. El caso es que nunca le había notado tan abstraído, ni siquiera en épocas fuertes de trabajo. Por eso desde que nos hemos encontrado, le he preguntado varias veces si está bien. Me responde que sí, sin profundizar. ¿Miente? Le conozco. Estoy casi segura de que sí. O quizá solo le conocía. Y por eso sé que me hubiera mentido. Pero no puedo tener tan claro que lo esté haciendo ahora. Han pasado casi tres años y, por mi parte al menos, parece que ha pasado una vida entera.

Esa noche, cuando llore encerrada en el baño, me daré cuenta de que he ido a elegir como fecha para quedar justo el día de nuestro aniversario. No lo hice aposta. Es que yo nunca le doy importancia a esas fechas, pero soy consciente de que para él sí son relevantes. Juro que no me había dado cuenta antes y me arrepiento muchísimo. Fueron once años compartidos y siento que con solo ese gesto, le he traicionado.

Camina ligeramente por delante de mi, pero deja que sea yo quien decida la dirección en cada cruce de calles. Hablo mucho. Hablo por los codos. Como siempre. Solo que esta vez me incomoda. Mucho. A ratos siento que le estoy rebozando en toda la cara mi felicidad. Pero joder, si soy feliz y todo me va bien, ¿qué le voy a hacer? No creo que sea un delito compartirlo con la gente que aprecio.

Tardaré unos días en comprender que lo que sentía eran celos. Me daba rabia su silencio, el de aquel momento y el que sobrevoló nuestra relación cuando salíamos juntos. Me disgustó el silencio y la calma con que se tomó nuestra ruptura. Me dio rabia que después no criticara mi forma de vida, mis lios con otros hombres que no eran él. Me disgustó que no se enfrentara a mí, que no me gritara, que no me echara en cara que le abandonara cuando me lo estaba dando absolutamente todo. Me dio rabia que supiera guardárselo todo tan bien cuando sé que estaba dolido.

Y nos veo paseando de nuevo, por calles en las que un día íbamos de la mano, y detesto que no abra la boca de una vez para soltar algo más que monosílabos, que no me diga que me quiere tanto o más que el primer día, y que le encantaría que volviéramos a estar juntos.

Pero no lo hace. Obviamente no lo hace. Y siento rabia, pero esta vez hacia mí. Porque no soporto haberme equivocado y dejarle marchar. No soporto que no haya absolutamente nadie que haya sido capaz de darle el cariño y el amor que se merece. No soporto que no podamos ser amigos. Como tampoco pudimos ir más allá como pareja. Pese a toda su insistencia y mis rechazos.

Caminamos y sigo hablando sin parar porque no soy capaz de encontrar el momento para contarle la verdadera razón por la que quise quedar con él.

Continúa con la parte 2

jueves, 18 de abril de 2024

La habitación de enfrente

Las ventanas de mi habitación estaban empañadas pero se podía ver claramente que ella no estaba sola. Había una persona corpulenta. Parecían conversar. Ella estaba sentada sobre la cama aún sin hacer, pero ya se había puesto la ropa de trabajo. Era un pantalón azul celeste y una camiseta verde lima. Desde luego que llamaba la atención. Él estaba de pie junto a la puerta. El hombre parecía llevar un traje de color beige. Desde luego que muy formal y repeinado.

Él desapareció unos segundos y volvió con una gran bolsa de cartón. No se llegaba a intuir el contenido pero hizo que ella se levantara de un salto y se acercara enfurecida hacia él. Parecía que le iba a pegar. Pero en lugar de eso, se detuvo un segundo y se derrumbó sobre su pecho.

El hombre pareció sorprendido con su reacción. Soltó la bolsa y posó sus manos sobre la espalda de la joven. Permanecieron así cerca de dos minutos. Parecía que él la hablaba al oído y que a ella le temblaban las rodillas.

Entonces me vió. El hombre se acercó a la ventana en tres grandes zancadas, ella me observó fijamente y le dijo algo a él. Por respuesta éste cerró las cortinas. Aguanté durante tres horas apostillada en el alféizar, tentada incluso de abrir la ventana y darles una voz. De vez en cuando la cortina se agitaba suavemente. Encendieron la luz derante apenas veinte minutos, y no volvieron a prenderla en toda la noche.

Hacía casi siete años que me había mudado al edificio, y entonces ella ya ocupaba aquella habitación. Rara vez aparecía otra persona por allí. No es que la vigilara día y noche, pero al final una va sacando conclusiones. Ella era una chica de costumbres. Solía madrugar y desayunaba en su propia habitacion. Para la hora de comer, en cambio, no estaba casi nunca en casa, ni siquiera en fin de semana; y sus cenas tendían a ser bastante frugales, también sobre su escritorio. Estudiaba los fines de semana. Ocasionalmente salía de fiesta. Alguna vez habíamos intercambiado una mirada. Pero ni siquiera nos habíamos cruzado en la calle como para establecer una conversación más allá. No sabía su nombre ni si debía preocuparme por ella. O si ya era tarde.

La habitación permaneció oculta a mis ojos durante cuatro días con sus cuatro noches y, al quinto, por fin, descorrieron las cortinas.

No era ella. Ni él. Ni estaban los objetos de la chica. Se veía todo impoluto. Pulcro. Era un chico jóven al que, por lo visto, no le gustaba mi presencia. Puso cara de asco, me sostuvo la mirada hasta incomodarme y acabé por retirarme.

domingo, 14 de abril de 2024

Precipicio

Hace algunas horas que no escucho la marea. No huele a sal ni se agita la corriente, pero sé que estoy frente a esa gran extensión de agua que cubre la mayor parte de la superficie terrestre.

He llegado a primera hora de la mañana al acantilado, cuando aún las estrellas poblaban el cielo. Me he sentado sobre el césped y he posado mis manos sobre sus tallos tiernos. Aún bañados por el rocío. El horizonte se ha teñido de rosa y luego de naranja y amarillo para acabar por desvelar la salida del sol.

He cerrado los ojos. Mientras las olas seguían chocando contra las rocas, he sentido el viento agitando mi cabello y a las gaviotas revolotear a mi alrededor. Me he recostado lentamente acunada por el agua y el calor bañando mi piel. He caído en un profundo sueño y mi cerebro me ha hecho visionar varias utopías.

Me he despertado sobresaltada al caer sobre una pesadilla. Antes de abrir los ojos, he sido consciente que ya no escuchaba el vaivén del océano. He extendido las manos y acariciado la hierba. Ya no era suave. Ni se movia el viento. Ni graznaban las gaviotas. He despegado los párpados y he sentido el vacío entrando por mis pupilas.

No me he movido porque me he sentido incapaz. Pienso en desplazar mi cuerpo más allá de la superficie del suelo y me siento desvanecer. En cambio me acurruco y respiro profundamente, como si con ello pudiera poner en marcha el motor de las mareas. Pero no sucede. No sucede nada ante mis ojos pero mi corazón se acelera y no soy capaz de que mi cerebro mande la instrucción a las cuerdas vocales para que pueda gritar.

Hace algunas horas que me encuentro perdida y no sé pedir ayuda.

miércoles, 10 de abril de 2024

La casi cita

Abrazaba una bolsa de un kilo de zanahorias, un pack de tres estropajos, una lata de albóndigas con tomate, un paquete de pulpo a la gallega listo para calentar y una botella de vino tinto. El hombre iba vestido con ropa técnica para correr. Todo de marca. Su pelo, tirando ya más bien a canoso, estaba muy engominado. En el brazo izquierdo llevaba uno de esos brazaletes para guardar el móvil. En los oidos, auriculares, inalámbricos por supuesto. Ahora bien, no tenía ni una sola marca de sudor ni el mínimo rastro de haberse sometido a un esfuerzo, ni que fuera ligero. Incluso olía a colonia cara.

Caminaba relajadamente atravesando un parque en el que sí había numerosos corredores ejerciendo con la tarea propia de su vestuario. La mayoría, eso sí, con ropa menos especializada. No obstante, era un parque situado en un barrio obrero.

Se acercó a un banco, depositó la compra sin el mayor cuidado y se dirigió a una fuente. Metió la cabeza bajo el agua y luego, con la mano, mojó la camiseta bajo los sobacos. Comprobó la hora y, cuando dieron las seis en punto, comenzó a respirar de forma agitada y a estirar los músculos apoyado sobre el banco. Apenas un minuto después apareció una chica a su lado. Mucho más joven que él. Con deportivas desgastadas y el cabello recogido en algo como una coleta pero con más pelos sueltos que retenidos por la goma, sin duda el resultado de una buen entrenamiento. Tenía incluso los mofletes sonrosados. Comenzó a estirar también.

Él hizo como que no la veía duante varios segundos, y luego, sin venir a cuento, hizo como que se sobresaltaba al verla y se quitó los auriculares. La saludó. Ella simplemente sonrió mientras continuaba con sus estiramientos.

Tras un breve silencio tenso, él insistió en la conversación y le preguntó por su día. Ella contestó con monosílabos prestándole atención a los objetos en el banco. Luego se despidió amablemente y se alejó caminando a buen ritmo. Él la observó embobado. Le resultaba casi paranormal esa sensación de incapacidad para relacionarse con ella mientras que con otras muchas personas le resultaba tan sencillo. Cuando la chica desapareció de su campo de visión, recogió la compra y se volvió por donde había venido. Quizá otro día tuviera más suerte.

sábado, 6 de abril de 2024

Los que parecían espectadores

Roberto llegó a la taquilla del teatro según la abrieron. Aún quedaban tres horas para el inicio del espectáculo. Pagó su entrada en efectivo y cruzó al otro lado de la calle. Su expresión era seria pero relajada. Se sentó en un banco al otro lado de la calle. Desde allí podía controlar la entrada del edificio. Sacó un cuaderno pequeño de su abrigo y fue tomando notas. Parecía el tipo de hombre bohemio que encuentra la concentración para escribir en cualquier lugar. Pero él no era exactamente así. Tampoco lo consideraba una tapadera pero le atraía aquella parte de su trabajo consistente en crear expectativas y luego romperlas.

Estaba en un céntrico barrio de Madrid, entre restaurantes de chefs reconocidos mundialmente y sencillas tiendas de toda la vida. El invierno estaba aterrizando pero la temperatura aún era agradable para dar un paseo con calma.

El edificio había vivido épocas mejores, pero una joven dirección estaba logrando que recuperara algo de su esplendor. La fachada había sido reformada respetando las líneas originales, y su programación sabía combinar textos más clásicos con otras propuestas no tan formales.

De la obra que estaba planificada para aquella tarde, la crítica apenas se había pronunciado alegando la imposibilidad de analizar una obra de aquellas características, pero que sin duda el público debería acudir en tropel. Eso sumado a una sinopsis compuesta simplemente por puntos y letras sueltas a lo largo de la página, había conseguida atraer curiosos pero sin llegar a grandes masas aún.

A diez minutos del inicio de la función, llegó Sonia, pagó su entrada con tarjeta y se quedó cerca de la puerta de entrada fumando. Y observando también a cada transeúnte. Al acabar el cigarrillo sacó su móvil y escribió varios mensajes. Lo guardó y se paseó por los alrededores con una amable sonrisa. Cruzó la calle y caminó lentamente a la altura del banco en el que estaba sentado Roberto. Apenas le miró un par de segundos pero fue suficiente para que captara las tres señales que él hizo con las manos.

Sonia regresó a la puerta principal del teatro y se sentó en la butaca más cercana a la salida. Se quitó la chaqueta y envió un par de mensajes más mientras observaba cómo entraban el resto de espectadores.

El patio de butacas, a la italiana, se componía de dieciséis filas que, desde la puerta de entrada, iban descendiendo hacia el escenario. Sobre éste no había ningún elemento, tan solo la tarima negra con rayones fruto de su uso. Ni siquiera un telón, alzando la visita se observaban las varas con los focos, varios de ellos encendidos a máxima intensidad. Tampoco había filtros que tintaran de color el espacio.

Roberto entró de los últimos. Quedaban algunas butacas sueltas aquí y allá pero optó por sentarse justo al lado de Sonia. Ella se levantó para que él pudiera pasar cómodamente. Roberto dejó caer un papel pequeño al suelo con disimulo. Cuando se acomodaron, ella lo recogió inclinándose hacia el suelo, donde lo leyó antes de guardarlo en el bolsillo de su chaqueta.

Por megafonía anunciaron que la función estaba a punto de comenzar y rogaban que pusieran los teléfonos en silencio. Sonia sacó el suyo pero no para quitarle el sonido. Roberto se llevó la mano al bolsillo pero no para sacar su teléfono. Ambos se dedicaron una tierna sonrisa antes de que apagaran la luz del patio de butacas.

martes, 2 de abril de 2024

Alimentos o sustancias para subsistir

Llegó al supermercado arrastrando las zapatillas. Casi parecía que le costaba respirar. Inhalaba profundamente y daba la sensación de que el aire llegaba hasta sus pies y la impulsaba a dar un par de pasos. Exhalaba de golpe y no caminaba durante ese escaso segundo.

Tenía el pelo mojado. Muy mojado pese al día soleado. Olía a rosas pero no lo llevaba peinado. Parecía como si hubiera salido de la ducha, se hubiera vestido y, sin apenas rozar la calle, hubiera entrado al establecimiento. 

Vestía unos vaqueros ajustados y un jersey de lana. El abrigo, de corte masculino, le quedaba varias tallas grande. Tenía profundas ojeras y los ojos rojos. Quizá el champú de rosas hubiera escapado de entre sus cabellos hasta más allá de sus párpados. Su expresión era seria. Ni triste ni enfadada. Seria.

Cogió un carro. Más que para llenarlo, como punto de apoyo. Se paseó de aquí para allá sin prestar atención a ningún producto concreto. Cabizbaja, se movía casi como un autómata.

Llegó al pasillo de los yogures, soltó las manos del carro y dejó que se alejara de ella unos centímetros. Levantó la cabeza, observó los lácteos sobre las estanterías y a la gente a su alrededor. Dio un grito desesperado y se derrumbó en un llanto incontrolable.

Para cuando llegaron los servicios de emergencia, su pelo ya se había secado pero seguía oliendo a rosas. En cambio, era su jersey el que estaba empapado.

A la salida del hospital esa misma tarde, con los ojos aún rojos y un cóctel de pastillas en el estómago, le estaba esperando un hombre mayor que ella con un ramo de flores y una caja de bombones. Trataba de parecer relajado pero no terminaba de ocultar la pena. Ella dibujó una sonrisa sincera y corrió a abrazarle.