He llegado a casa, he soltado la mochila en la entradita y me he descalzado. He dejado la luz del pasillo encendida pero no he prendido la del baño. He meado. No me he mirado en el espejo. He cruzado de nuevo el pasillo pero no me he puesto las zapatillas de estar por casa. He avanzado hasta la cocina y he sentido el frío de sus baldosas. Me he preparado un sándwich de jamón de pavo y queso. He acabado con ambos envases. He puesto el sándwich sobre un plato pero he decidido no poner el mantel. He llenado un vaso de cristal con agua del grifo. Me lo he bebido y lo he vuelto a llenar. He cogido el plato con la mano izquierda, y el vaso, con la derecha. He ido hasta el salon y lo he dejado sobre la mesa. He encendido una lamparita y he apagado la luz del pasillo.
He cenado. En silencio. Sin mensajes entrando en el móvil. Ni ruidos identificables de la calle. Me he comido el sándwich despacio pero sin dejar de masticar un segundo. Han quedado solo las migas en el plato. No he vuelto a beber agua. He apagado la lamparita del salón con el último trago del sándwich y he caminado descalza y a oscuras hasta la habitación. El plato y el vaso se han quedado sobre la mesa.
He decidido no bajar las persianas, en lugar de ello, saberme golpeada por la luz de las farolas. Me he quitado el vaquero y la camisa morada y los he apoyado sobre la silla. Me he puesto el camison. He comprobado la hora en el móvil y activado la alarma para dentro de seis horas y veintinueve minutos. Me he tumbado en la cama. He cerrado los ojos. He olido las sábanas recién lavadas. He suspirado y he sentido cómo se me clavaba la daga. En el pecho. Entre las costillas. Cómo avanzaba desgarrando la piel, las venas, los músculos, los nervios, hasta alcanzar el hueso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario