El olor de la desgracia se paseó por el pueblo con las primeras luces del día, cuando aún todos dormían plácidamente. Se deslizó por cada una de las calles sin preocuparse por los rastros que iba dejando. Consciente de que todos lo ignorarían. Fue hasta los columpios, se balanceó unos minutos y se deslizó por el tobogán. Se paseó por calles estrechas hata llegar a la iglesia y subió al campanario, estuvo apunto de zarandear las campanas, pero se contuvo las ganas, aún era pronto para evidenciar tanto su presencia. Bajó hasta el río y se dio un chapuzón. Por último, se acercó tranquilamente al bar, donde varias mesas estaban siempre preparadas en el jardín para recibir a sus clientes.
El sol de la primavera encumbró la mañana y le dio margen a la fatalidad a tejer su capa mortal. Una red densa pero invisible.
Con el anochecer regresaron los trabajadores y sus hijos al hogar. Los deberes, la cena, la ducha, y antes de llegar a la cama, la desgracia.
Dicen que si el pueblo está maldito es porque sus vecinos son unos tacaños. Pero la realidad es muy diferente. Mucho menos humana.
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