Aparecía con la mueca de una sonrisa y un pastel tan grande y elaborado como su necesidad de hablar y de ser escuchado. Martín vivía en mitad de la montaña, exiliado del pueblo desde que era solo un crío y no tenía posibilidad de tomar sus propias decisiones. Bajaba al pueblo bien temprano, se paseaba entre sus calles empedradas y se sentaba en la plaza a ver la gente pasar. Casi todos allí le conocían pero ni le saludaban, ni mucho menos se paraban a hablar con él. Tan solo Victoria le invitaba a su casa. Martin la seguía en silencio.
Se sentaban en un par de sillas de la cocina al calor de la lumbre. Ella ya había dejado el puchero con el café calentándose. Le servía una taza y sacaba unos platos para el pastel. A él le costaba arrancar. Victoria lo sabía y aguardaba pacientemente. De vez en cuando le enseñaba alguna foto de sus sobrinos, o de su última excursión a la ciudad. Y luego el hombre empezaba a hablar y terminaba llorando. Victoria le abrazaba y solo se separaba de él cuando sentía que su respiración recuperaba el ritmo natural. Martin le dejaba la tarta en agradecimiento y se iba del pueblo a paso rápido.
Se les vió salir del pueblo ya de noche. Ella llevaba un macuto y él una linterna. Nunca más volvieron a verles ni a tener pistas de ellos.
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