Estaba desesperado. Completamente encolerizado. ¿Cómo podía ser que tuviera tantísima buena suerte?
Y entonces llegó un día estando de campamento, en que uno de los chavales de su cabaña le aseguró que, siendo tan perfecto, no llegaría a ningún lado. Al principio, no le escuchó, pero fue tal su insistencia, que empezó por dudar y acabó incluso por creérselo. A partir de ese momento, se propuso cambiar la situación con toda su energía y se esforzó durante todo el verano en provocar un accidente: que si caerse de la bici, salir por la noche sin linterna, ir de excusión a lugares desconocidos y escarpados… Pero no hubo manera de deshacerse de su buena suerte: la bici fue directa al basurero pero él no sufrió ni un rasguño; la luna brilló tanto por las noches o más que cualquier farola del pueblo, por no hablar de la contaminación lumínica; y la montaña se llenó de senderistas haciendo que, de una forma o de otra, siempre estuviera acompañado en sus escapadas y apenas tuviera oportunidad de perderse.
La impaciencia fue abriéndose paso durante el siguiente curso, pero su situación, ya no es que empeorara, si no que iba mejorando considerablemente: sin apenas estudiar lograba notas altas e incluso le concedieron una beca para irse extranjero; por no hablar de que, casi sin darse cuenta, se había echado novia; o que, mientras sus compañeros iban sucumbiendo a los cambios emocionales propios de la adolescencia, en él solo se podía apreciar, muy de vez en cuando, un cierto enfado porque todo le saliera tan bien; no había propósito que se le desviara del camino al éxito. ¿No lo había?
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