Hay una estrella que ha cruzado el cielo cuando aún era de día. Se ha posado en lo alto de una montaña y ha contemplado a las vacas pastar en el prado. El viento ha mecido su estela hasta deslizarla al cauce del río más cercano. Se ha dejado llevar por la fluidez del agua con la mirada siempre puesta en la luz del firmamento.
Acompañada por salmones y cangrejos, ha cruzado medio país. Se ha bañado en unos cuantos embalses y ha sido agasajada con los dulces sueños de una bandada de patos y un par de águilas.
Al llegar a las grandes ciudades, se ha sumergido en el lecho fangoso para comprobar la resistencia de sus puentes. Solo ha vuelto a salir a la superficie, cuando tenía claro que la urbe quedaba bien atrás.
Para cuando la bóveda celeste anunciaba el atardecer, se ha unido a las más fuertes corrientes y, sin llegar a contarles su historia, éstas han sabido de su urgencia y se han vuelto aún más veloces.
Han desembocado en el océano Pacífico. La estrella se ha alejado hasta el horizonte para unirse de nuevo a la constelación que había quedado tullida. Ha llegado tan apurada, que ni siquiera el Gobierno del Cielo ha tenido tiempo de improvisar un castigo, tan solo han podido observarla sonriente de su aventura mientras desconectaban la alarma por la que el transcurso de la noche podía seguir con su ritmo regular.
No hay comentarios:
Publicar un comentario