Lo de aquella chica iba más allá del popular “hablar por los codos” y del “no callarse ni debajo del agua”. Aparecía por el polideportivo a eso de las once de la mañana, por lo visto después de haber estado a primera hora en la Escuela Oficial de Idiomas. No había dejado aún muy claro si como alumna o solo como espacio para practicar el parloteo en general.
Al llegar al centro, conversaba con el encargado de recepción hasta el cambio de turno a las doce y cuarto. Aseguraba siempre no ser consciente del tiempo que llevaba allí dándole a la sinhueso. Le daba igual quien estuviera atendiendo a los clientes, la muchacha hablaba con el encargado, y con los clientes, sin que pareciera llegar a importarla aquellos que la respondían de forma más borde.
Luega se subia a la sala de musculación. No tenía preferencia por ninguna máquina. Ni por ningún entrenador. Comenzaba a ejercitarse y aprovechaba eI momento en que alguno de los trabajadores quedaba libre, para llamar su atención y pedirle consejo. Pero lo cierto era que se trataba solo de una excusa раrа entablar diálogo más allá del deporte. Daba igual el tema, tenía opinión sobre cualquier tema y estaba bastante al día de las noticias.
Hacia las dos de la tarde decidía que ya llevaba bastante tiempo allí y había sudado lo suficiente. Aunque no se apreciara. Entonces bajaba al vestuario, se entretenía un rato con el movil, pero sin desaprovechar la oportunidad de cascar con quien estuviera por allí, que, no obstante, no eran muchos a esas horas.
Unas dos horas más tarde y apenas cinco o seis largos sobre sus hombros, salía del agua para enjabonarse lentamente en las duchas del vestuario, consultar otra larga media hora su móvil, vestirse con la mayor de las calmas y, por fin, a eso de las siete y media, pasarse un ratillo más en recepción, antes de abandonar el polideportivo.
Apenas comía durante el día pese a que no tenía precisamente una figura esbelta. Era, sin embargo, cuando llegaba a su casa, que zampaba sin conciencia todo lo que cayera en sus manos.
Se demoraba todo lo que podía, eso sí, en pisar su edificio. Caminaba cerca de una hora. En ese trayecto no hablaba con nadie. Hubo un tiempo en que lo intentó, pero los viandantes de ciudad suelen ir deprisa y sin ánimo de chachara. Por el contrario, según pisaba el portal, aceleraba el paso, cruzaba casi corriendo el pasillo de su piso y cerraba con llave su habitación. Solía ponerse los auriculares con la música muy alta. No le agradaba mucho pero se había acostumbrado. Así no podía oir lo que sucedía más allá de sus cuatro paredes.
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