Su obsesión por tener algo que contar de su vida más allá de que todo le iba bien, creció tras disfrutar de su etapa universitaria: daba igual cómo de nervioso hiciera las entrevistas, lograba el trabajo; daba igual que la empresa cerrara, al día siguiente tenía una nueva oferta. Pero es que además, era feliz con su novia del instituto y no tardaron en independizarse y en conseguir, ademas, un buen piso a un precio razonable, tras lo cual llegó, por supuesto, un preciosa boda y dos retoños: el niño y la niña perfectamente sanos.
No había forma: la felicidad acababa por colmar, de unas formas o de otras, sus mañanas, sus atardeceres y hasta sus fines de semana. Pero si hasta hubo una temporada en que confió en que la desesperación acabara por llevarle a un estado de ansiedad tan grave que se viera avocado a dinamitarlo todo y acabar viviendo bajo un puente.
¡Ni siquiera podía decir que había sido testigo, mucho menos víctima, de un terremoto o de un atentado! Tal era su enfado, que su pensamiento trataba de enredarse en esas crudas situaciones. Pero eran sentimientos de un par de segundos, enseguida regresaba su buen humor.
Se llegó a plantear incluso que fuera un extraterrestre sobre el que no funcionaban de igual manera las normas emocionales, o que fuera un ser mágico protegido por centenares de ángeles de la guarda. Le gustaba esa posibilidad y de vez en cuando creía ver pequeños destellos sobre sus brazos. Claro que no descartaba estar empezando a tener problemas mentales.
Y entonces se reencontró con aquel chaval del campamento que le auguró una mala vida siendo tan perfecto. El chico desde luego que no había crecido en un entorno saludable y tenía bastante mala suerte, pero tampoco había tomado buenas decisiones y su actitud frente a cualquier acontecimiento, era siempre derrotista. Fue ese simple golpe de realidad el que le hizo olvidar su desesperación y sonreírle, por supuesto, al echo de ser un tipo corriente. Completamente normal.
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