Sonreía tontamente mientras se afanaba en barrer hojas secas y cigarrillos en la Plaza de España. Se llamaba Miguel y su rostro evidenciaba su juventud; rozando la veintena, hacía ya tiempo que había decidido dejar de estudiar: no se le daba bien, no era lo suyo. Acumulaba un largo currículo resultado de cubrir vacaciones y bajas médicas más que por el descontento de sus jefes.
Ella también sonreía tontamente mientras salía de una tienda de ropa de la calle Serrano. Con altos tacones y minifalda, Sonia paseaba su veintena evidenciando el poder adquisitivo de su familia. No había trabajado nunca y no tenía intención de hacerlo, pero cumplía con el mandato de su padre de sacarse una carrera y el planteamiento de cursar después un master en el extranjero.
Miguel vertió varias papeleras en el cubo de basura de su carro y comprobó la hora en su móvil: le quedaban solo cinco minutos para acabar su turno, tiempo justo para regresar a su edificio. Antes de guardar el teléfono, aprovechó para abrir el chat y mandarla un par de emoticonos.
Sonia guardó las bolsas en el maletero de su coche y le indicó al chofer que ya podían irse. Se sentó y comprobó la hora en su móvil. Sin embargo, no le llegó a prestar atención al reloj sino al par de mensajes que acababa de recibir. Respondió con otro emoticono y un gif.
Miguel se despojó de su uniforme y se dio una ducha rápida de agua fría. Se perfumó concienzudamente y se vistió deprisa. Bajó a la calle y fue directo al metro. No solía utilizar ese medio de transporte sino que prefería ir andando a cualquier parte, pero iba un poco apurado y lo último que quería era tener que correr y llegar sudando y colorado.
Miguel y Sonia llevaban dos meses hablando por mensajería instantánea y se habían jurado ya amor eterno. Estaban a punto de encontrarse en las inmediaciones del Palacio Real. Era la primera vez que se iban a ver en persona.
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