viernes, 31 de mayo de 2024

Treinta_y_ocho_grados_y_medio-página_2_de_4.docx

Regresa a la página 1

Cruza el paso de cebra. La temperatura es agradable e invita a un paseo por algún jardín. Quizá pudiera acercarse al Retiro. ¿Qué hay, veintiséis grados? ¿Quizá treinta? En otro momento iría rauda a comprobarlo en internet. El ansia de saber. La necesidad de saber. O solo el interés sano de conocimiento. Pero tanto sus manos como sus pies están cada vez más torpes y siente que apenas avanza. Llega al portal y sube las escaleras. Es uno de esos días en que parece que los escalones se han multiplicado. Mete la llave en la cerradura de su puerta y entra al ático. Suelta la bolsa en una silla de madera del salón y guarda los pimientos y las gulas en la nevera.

Observa el fregadera con los utensilios de la comida pendientes de fregar. Lo ignora. Abre las ventanas de la habitación y el pasillo. Saca su termómetro. Es un patito amarillo. Infantil. Quizá como ella. Pero esa es otra historia. Espera con la mirada perdida. El termómetro pita. Treinta y ocho grados y medio de temperatura…

Se pone un camisón azul y se tira en la cama. Se despide de pasarse la tarde-noche escribiendo y se frustra mucho. Muchísimo. Tampoco cree que pueda ir a ver a sus abuelos ni a sus padres pese a que llevaba semanas pensando ir ese día concretamente. Si es que su cuerpo lo hace aposta: en cuanto sabe que vienen días en calma, enferma. Se frustra aún más pensando que esa misma mañana, aun sintiendo cierto calor en su frente e intuyendo lo que podría significar, optó por limpiar toda la casa en lugar de tumbarse a descansar o sentarse a escribir.

Escribir. Escribir últimamente queda relegado. Eso la entristece. Pero no la frustra. Es Madrid y sus ritmos. Y ella misma, a qué negarlo. Cierra los ojos. Intenta dormir. Pero no puede dejar que su cabeza bulla en pensamientos negativos. Para cuando logra acallarlo y concentrarse en descansar, el ruido de la calle gana fuerza: hay un grupo de amigos conversando apaciblemente. Ríen. Se divierten. Gritan. Y mientras ella da vueltas en su cama incapaz, de nuevo, de apagar un ratito su fluir mental. Por un segundo se alegra de no estar consiguiendo dormirse. A lo mejor es porque no está taaan enferma.

Piensa vagamente que no quiere pasar sus días de descanso postrada en la cama. (¿Postrada? A lo mejor eso es también exagerar un poquito, ¿no? Qué dramática te pones a veces, muchachita). Pero que claramente el cuerpo le está pidiendo un descanso. Uno real. Le gustaría no haber tenido que llegar a ese límite. Se culpa y se frustra.

Piensa que le gustaría escribir una historia que describiera ese momento. De una chica en su cama, con el velux abierto y el sol de última hora de la tarde, que no del atardecer, llenando la estancia. Piensa en levantarse, coger un cuaderno y sentarse a escribir. Pero no se siente con energía. Y las voces de la calle ganan intensidad. ¡¿Es que no tienen casa y un trabajo por el que madrugar al día siguiente?!

Se levanta a la media hora y cierra la ventana. Cabreada. Frustrada y asqueada. Cierra los ojos. No le gustan esas sensaciones. Se duerme.

Continúa en la página 3

lunes, 27 de mayo de 2024

Treinta_y_ocho_grados_y_medio-página_1_de_4.docx

Domingo veintiséis de Mayo de dos mil veinticuatro. Diecinueve horas y tres minutos. La jefa de sala abandona su puesto de trabajo más pronto de lo habitual. No había programada segunda función. Ella camina con su bolso de tela rojo, con deportivas blancas desgastadas, pantalón negro corto sujeto con un cinturón y camiseta negra de manga corta. Le duele la cabeza y no se siente muy bien, puede que haya pillado algún virus, pero ante todo predomina en ella el orgullo porque le ha gustado la adaptación del diseño de luces de la función de esa tarde. Y sobre todo porque una persona de la compañía ha asegurado que parece una técnico. Al escucharlo casi que no ha sabido reaccionar. Por el dolor de cabeza y por la satisfacción. Unas horas después dudará frente a la pantalla del ordenador si llegó siquiera a agradecérselo. En cualquier caso, le enviará un mensaje en cuanto se sienta mejor.

Camina por las calles de Embajadores mirando de forma reiterada la hora del móvil. “Que pase más rápido (el tiempo)”. Recuerda el libro que acaba de terminar apenas treinta y seis horas antes: El guardian del tiempo de Mitch Albom. Es la segunda vez que lo lee. Sabe que empezó a leerlo en busca de referencias. ¿Referencias para qué? Le entristece no recordarlo. Le entristece y sobre todo le frustra. Siente que cada vez olvida más cosas. No es un problema médico. No exactamente. Solo una acumulación de estrés. Y eso le frustra aún más. Se decide a no darle vueltas. A no fustigarse más. (Ay, por favor, fustigarse, niña, qué dramática eres).

Se repite la frase: “Que pase más rápido (el tiempo)”. Aparece en varias ocasiones en el libro. No, claramente ella no la dice con la misma intención. Pero siente las orejas ardiendo y sospecha que tiene fiebre. Y que no quiere. No le gusta. Y que podría pasar el tiempo más rápido hasta que la fiebre hubiera desaparecido. Unas horas más tarde, cuando escriba este párrafo, recordará que empezó a leerlo como referencia para uno de los textos de Acompañantes. Y que luego escribiendo precisamente ese texto se sintió cercana a alguna idea ya leída pero no fue capaz de recordarla. Se le olvidó…

La muchacha, desprovista ahora ya de profesión puesto que ha acabado su jornada laboral, entra a un supermercado de camino a su casa. Se pasea como un autómata en busca de ofertas. Hace muchos años se había prometido no hacer compras en domingo. Porque estando los supermercados abiertos seis días a la semana, ¿quién no podía encontrar unos minutos para hacer la compra cualquier otro día menos un domingo y dejar descansar a sus trabajadores y que puedan disfrutar de sus familias? ¡Si es que se pueden hacer incluso pedidos online que te lo llevan a casa! Le da asco el capitalismo. Pero ella misma está entrando en el supermercado un domingo. Piensa en ello pero no se fustiga. No en esta ocasión. Porque siente la fiebre elevando la temperatura de su cuerpo y que sus días de visitas familiares y largas horas de escritura, se esfuman. Se evaporan, mejor dicho. Ja. Ja. Ja. Muy graciosa, muchachita.

Compra un pack de pimientos tricolor y gulas. Estas segundas estaban en oferta. Lo primero lo parecía pero luego no se marca en el ticket. ¡Otra vez que la letra pequeña avisa de que la oferta no empieza hasta mañana! Se siente decepcionada por no haberlo leído. No es la primera vez que le sucede. Le vuelve a dar asco el capitalismo. Coge ambos productos y los mete casi a presión en su bolsa roja de tela.

viernes, 24 de mayo de 2024

El pueblo maldito

El olor de la desgracia se paseó por el pueblo con las primeras luces del día, cuando aún todos dormían plácidamente. Se deslizó por cada una de las calles sin preocuparse por los rastros que iba dejando. Consciente de que todos lo ignorarían. Fue hasta los columpios, se balanceó unos minutos y se deslizó por el tobogán. Se paseó por calles estrechas hata llegar a la iglesia y subió al campanario, estuvo apunto de zarandear las campanas, pero se contuvo las ganas, aún era pronto para evidenciar tanto su presencia. Bajó hasta el río y se dio un chapuzón. Por último, se acercó tranquilamente al bar, donde varias mesas estaban siempre preparadas en el jardín para recibir a sus clientes.

Una vez acabada la vuelta de reconocimiento, se agazapó a la entrada del pueblo, en la orilla del precipicio. Observó cómo los primeros trabajadores salían en coche hacia la ciudad y cómo los jubilados se daban su paseo matutino. Comprobó que los niños desfilaban hacia el colegio y los adolescentes se arrastraban hacia el instituto. Abrieron la farmacia y la panadería.

El sol de la primavera encumbró la mañana y le dio margen a la fatalidad a tejer su capa mortal. Una red densa pero invisible.

Con el anochecer regresaron los trabajadores y sus hijos al hogar. Los deberes, la cena, la ducha, y antes de llegar a la cama, la desgracia.

Dicen que si el pueblo está maldito es porque sus vecinos son unos tacaños. Pero la realidad es muy diferente. Mucho menos humana.

lunes, 20 de mayo de 2024

Ocho hombres en una lavandería

A primera hora de la tarde caminan рor el centro de Madrid perfectamente trajeados. Son ocho hombres que rondaran la cuarentena. Cada uno de ellos porta una cartera de piel marrón y una maleta de ruedas. Pequeña, de las que te permiten llevar en cabina en los aviones. Todas de color verde oscuro y de tela. 

Al doblar en una esquina, consultan sus relojes. Probablemente de marca. Ninguno parece estar dirigiendo al grupo, tienen clara la dirección, incluso están todos coordinados en cada zancada. Se vacilan los unos a los otros. Cada uno tiene su particularidad y a la vez son clones: está el de las gafas de múltiples dioptrías, el calvo, el de los ojos azules, el de la melena, el esquelético, el de la barba perfectamente recortada, el de la tripa cervecera, y el de la piel morena.

Entran en una lavandería. Es un pequeño establecimiento sin trabajadores. Forman un círculo y abren todos a la vez sus maletas. Extraen un gurruño de ropa embarrada. Parece todo ropa de deporte. La van metiendo en la lavadora. Cada dos hombres, una lavadora. Van echando monedas de forma intercalada hasta completar el importe solicitado.

Abren la quinta máquina. De forma mecánica y sin perder la conversación, se desabrochan la chaqueta y la echan en su interior. Se sientan todos en el suelo para descalzarse. Los calcetines diríase que un día fueron blancos, pero en esos momentos cuesta discernirlo. Se ponen en pie y los incluyen en esa quinta lavadora. Dejan los zapatos dentro de sus respectivas maletas. Continúan quitándose los pantalones. Por último, echan a lavar las camisas, y con ellas, introducen una monedita a la máquina. Cada uno de ellos pacientemente hasta completar el vestuario de los ocho hombres. La quinta lavadora se activa.

Ellos, vestidos nada más que con sus calzoncillos, se sientan en el suelo, cruzan las piernas y abren sus maletines. Sacan, de forma coreografiada, un ordenador y un cuaderno, ambos con el mismo logo corporativo. Trabajan en silencio hasta que las lavadoras pitan avisando de haber finalizado su tarea.

Los ocho hombres abandonan el ordenador a su izquierda y, retomando la conversación, sacan la гора de las lavadoras para introducirlas en un par de secadoras. Repiten la operación monetaria aportando todos exactamente la misma cantidad de sueldo.

Del bolsillo exterior del maletín extraen una barrita energética de muesli con frutos rojos. Se la comen en tres bocados y se sientan de nuevo con sus portátiles. No levantan la mirada de sus pantallas pese a las miradas y comentarios desde la puerta del establecimiento de los viandantes. Trabajan con la seriedad propia de los empresarios que podrían ser.

Cuando las secadoras finalizan, apagan los ordenadores y los guardan en sus correspondientes carteras, junto a los cuadernos que no han llegado a utilizar. Aún en calzoncillos, recuperan sus prendas y las van doblando con precision. Las guardan en la maleta de forma muy ordenada. Lo último que hacen es vestirse.

Se despiden entre apretones de manos y salen del establecimiento. Ya es de noche y ha comenzado a llover. Los ocho hombres perfectamente trajeados no vuelven a mirarse entre ellos ni a dirigirse la palabra. Sacan de los maletines sus respectivos teléfonos enganchados a unos auriculares. Los colocan sobre sus orejas y guardan los móviles en el bolsillo izquierdo de sus chaquetas. Hablan todos por el micrófono de los auriculares a sus mujeres. Cada uno toma una dirección diferente.

miércoles, 15 de mayo de 2024

Anoche soñé contigo - 2/2

Regresa a la primera parte.

En ese momento me despierto. Muy sobresaltada y sudando. Me duele el pecho y supongo que hay una explicación química para ello, pero yo lo siento como el peso de tu traición. Porque a lo mejor incluso me has salvado. A lo mejor has acabado con mis perseguidores. No lo sé. Solo puedo retener la imagen en que me coges del pelo y me arrastras por el pasillo para lanzarme escaleras abajo. Tengo miedo.

Siento los músculos tan agarrotados que no me puedo mover. Permanezco tumbada sobre la cama. Con la garganta seca y la mirada perdida. Lo cierto es que ahora ya he aprendido a acortar los tiempos de recuperación: me concentro en controlar la respiración y escuchar cómo van disminuyendo mis latidos. Cuando me siento más relajada, me incorporo y compruebo la hora en el móvil. Siempre hay un mensaje tuyo. Quiero decir, cualquier otra noche, no, pero cuando tengo esta pesadilla, coincide que me has mandado algún mensaje. Y que acaban de llegar.

Mi agitación vuelve a crecer. Leo los mensajes una y otra vez. Son respuestas a algo que te he preguntado yo misma. Temas que han quedado pendientes en el trabajo. Eres un poco raro contestando mensajes de trabajo a altas horas de la madrugada. Nunca te he preguntado por ello. He preferido no hacerlo. Tus respuestas son totalmente inocentes y yo no puedo dejar de relearlas en busca de una pista que los conecte con la traición de mi pesadilla. Para esos momentos sí que no he conseguido desarrollar aún un método de relajación. No soy capaz de volver a dormirme. Ni siquiera a veces que el cuerpo deje de temblar hasta que han pasado un par de horas.

Y llega la hora de ir a trabajar y me esfuerzo por eliminar las imágenes que se han quedado pegadas a mi retina. Entro a la oficina y son días en los que estás especialmente chistoso, lo que me preocupa aún más, y no puedo ocultarlo. Te acercas a mí y me preguntas si está todo bien. Ahora ya no te respondo. Hemos generado un código cómplice en el que sabes que no te lo voy a contar. Antes te decía que simplemente no había dormido bien. Y me mirabas a los ojos en silencio y asentías comprensivo. Pero yo era muy consciente de que sabías que había algo más, y que te tenía que mentir. Y mira que lo odio. Pero te agradezco enormemente que no insitieras. Ni una sola vez. En otras circunstancias, hubiera necesitado ese doble chequeo. Con esto no. Y menos viniendo de ti. Porque desde luego que prefiero pensar que todo está en mi pesadilla y no se trata de alguna conexión extraña entre tu y yo. Una conexión de alguna otra vida, o de algún otro universo.

Soy consciente de que todo es un sueño. Te juro que lo sé, pero mi mente insiste en que hay algo mas y que es solo cuestión de tiempo que me traiciones. Ha habido temporadas en las que he podido controlar mejor el miedo, empecé incluso a ir a terapia. Pero seguían volviendo las pesadillas. La pesadilla.

Desde que has dejado la empresa y no te puedo controlar como antes, he vuelto a perder los nervios. Y ya no puedo más. No lo soporto. Por eso te lo pregunto de nuevo: ¿tienes intención de traicionarme? ¿Lo has hecho ya?. No se te ocurra gritar, lo estás haciendo muy bien, solo mueve la cabeza: ¿sí o no?... Está bien, tranquilo. Comprendo que en esta situación la única respuesta posible es que no. Pero entiende tú también, que no puedo darlo por cierto.

Yo siento mucho tener que haber llegado hasta aquí, pero es la única salida posible. Te juro que las he buscado... Estoy desesperada. Te prometo que voy a ser rápida, he estado prácticando. Un corte profundo y ya estaría. Apenas lo notarás. Lo siento, de veras, pero no he encontrado otra solución. Lo siento. Necesito dejar de tener pesadillas y empezar a vivir sin miedo.

sábado, 11 de mayo de 2024

Anoche soñé contigo - 1/2

Diría que la primera vez fue hace unos ocho años. Llevábamos unos meses trabajando juntos y nuestra relación era sana. Te consideraba un buen amigo. Y aún hoy diría que lo eres. Y que es una relación recíproca además. Pero te tengo miedo. Es una sensación que viene y va pero que cuando se agarra al pecho, lo hace con mucha fuerza.

Sueño contigo. No, no es nada erótico. Por ahí no van los tiros, para nada. Es un sueño que se ha vuelto recurrente. A veces pueden pasar meses, y en otras ocasiones se repite solo con una diferencia de muy pocos días. No quiero pensar que estoy obsesionada contigo. En todo caso, más bien con la ensoñación. Me da mucho miedo. Me das mucho miedo. La última vez ha sido anoche.

Sueño que me persiguen. No sé quién. Nunca les veo la cara ni tengo la mínima idea de su identidad. Me persiguen por una carretera iluminada solo por la luna creciente. Es una recta en la inmensidad de un valle. Por alguna razón lo siento como Estados Unidos. Y me resulta curioso porque jamás he pensado en mudarme allí. Me recuerdo jadeando y comprobando cada pocos metros la distancia que me separa de mis perseguidores. No recuerdo cuánto se acercan a mí, pero nunca he sido una gran corredera. Sospecho que eso tampoco cambia en el sueño. En la pesadilla. Aunque hubiera estado bien. Sobre todo porque en ese caso, tendría muy claro que todo está exclusivamente en mi cabeza. Y es que he perdido la cuenta de las veces que lo he soñado, pero en el momento en que se produce, lo vivo como si fuera la primera vez, con la misma angustia.

El caso es que de pronto aparece una casa de dos plantas a pie de asfalto. Con las ventas de arriba desvencijadas. No hay luces encendidas pero me invade la esperanza de poder encontrar ayuda. Golpeo la puerta con insistencia. Mi mirada se posa sobre el baile de las hojas de los árboles por el viento. No me olvido de que me está persiguiendo, es más, ese arrullo de las ramas en la noche incrementa mi pánico.

Tardas unos segundos en abrir la puerta. No es que asocie previamente esa vivienda a ti, pero me resulta natural que seas tú quién me reciba. Vas con ropa de calle. No te sorprende mi llegada ni mi expresión. Me cuelo en la casa y cierro la puerta. Todo parece bien cuidado y de pronto hay varias luces encendidas, pero no es un espacio en el que te vea viviendo. No tiene tu identidad. Es una casa como otra cualquiera. Me parece estúpido que en esa situación le preste atención a esta clase de detalles, pero lo hago. Solo un par de segundos. Y reflexiono sobre ello. Me miras sin prestarme mucha atención y paso a explicarte lo que pasa. Aunque en un modo consciente no sé qué sucede, quiero decir, sí, me persiguen, pero ya está. No escucho mi relato. Yo hablo y tú escuchas. Imperturbable.

Aporrean la puerta entre gritos y yo te suplico que me ayudes. Por respuesta me agarras del pelo y me arrastras a una puerta en mitad del pasillo. Lo haces con total naturalidad. No me da tiempo a oponer resistencia porque no espero esa reacción por tu parte. Abres la puerta. Como la casa americana que la visualizo, aparecen unas escaleras que dan a un sótano. Me tiras y cierras con llave. Me recuerdo magullada y sobre todo con una fuerte sensación de vacío. De traición. Ya no es que no me ayudes, sino que me maltratas. Creo que en el sótano hay algo turbio pero nunca averiguo qué es. No puedo mirar porque el dolor me consume.

Después todo es más confuso y no tengo una linea argumental clara. Y digo linea argumental porque me parece estar viendo una película. De hecho, paso a tener solo imágenes de los siguientes momentos. Veo una escopeta. Siento un ruido sordo. O un disparo. No sé de quién ni hacia quién. Nunca llego a ver sangre, solo oscuridad.

Continúa en la segunda parte.

jueves, 9 de mayo de 2024

11:47 pm

He llegado a casa, he soltado la mochila en la entradita y me he descalzado. He dejado la luz del pasillo encendida pero no he prendido la del baño. He meado. No me he mirado en el espejo. He cruzado de nuevo el pasillo pero no me he puesto las zapatillas de estar por casa. He avanzado hasta la cocina y he sentido el frío de sus baldosas. Me he preparado un sándwich de jamón de pavo y queso. He acabado con ambos envases. He puesto el sándwich sobre un plato pero he decidido no poner el mantel. He llenado un vaso de cristal con agua del grifo. Me lo he bebido y lo he vuelto a llenar. He cogido el plato con la mano izquierda, y el vaso, con la derecha. He ido hasta el salon y lo he dejado sobre la mesa. He encendido una lamparita y he apagado la luz del pasillo.

He cenado. En silencio. Sin mensajes entrando en el móvil. Ni ruidos identificables de la calle. Me he comido el sándwich despacio pero sin dejar de masticar un segundo. Han quedado solo las migas en el plato. No he vuelto a beber agua. He apagado la lamparita del salón con el último trago del sándwich y he caminado descalza y a oscuras hasta la habitación. El plato y el vaso se han quedado sobre la mesa.

He decidido no bajar las persianas, en lugar de ello, saberme golpeada por la luz de las farolas. Me he quitado el vaquero y la camisa morada y los he apoyado sobre la silla. Me he puesto el camison. He comprobado la hora en el móvil y activado la alarma para dentro de seis horas y veintinueve minutos. Me he tumbado en la cama. He cerrado los ojos. He olido las sábanas recién lavadas. He suspirado y he sentido cómo se me clavaba la daga. En el pecho. Entre las costillas. Cómo avanzaba desgarrando la piel, las venas, los músculos, los nervios, hasta alcanzar el hueso.

viernes, 3 de mayo de 2024

Martes de otoño soleado - 2/2

Regresa a la parte 1.


Lo encontré arrodillado junto a la lavadora, con las sábanas aún entre sus brazos. Con la boca entreabierta pero sin pronunciar ni una palabra. Con la mirada más allá del horizonte de aquellas cuatro paredes.

Recuerdo hablarle, abrazarle, acariciarle. Recuerde la radio de fondo y el agua empezando a hervir en la cocina. Recuerdo que era un martes de otoño soleado con una temperatura agradable.

Recuerdo que en el desayuno había mencionado que tenía que ir a la compra y él, al principio, se había quejado porque quería que aprovecháramos el día libre haciendo algo menos cotidiano. Recuerdo prometerle que sería solo ir al supermercado y que después improvisaríamos algo que nos sacara por completo de la rutina.

Recuerdo haberle preguntado sólo una vez por cómo podía ayudarle si alguna vez le pasaba lo mismo que cuando nos conocíamos. Me aseguró que eso no podía volver a pasarle. Y yo le insistí en que eso no podía saberlo. Recuerdo que me dijo con total seguridad que era matemáticamente imposible. Y yo le creí y no me plantee volver a hablar de ello nunca más.

Y ahora no puedo olvidar su voz y su risa, y a la vez creo que lo estoy haciendo, como él mismo ya no es capaz ni de hablar ni de sonreír.