Cruza el paso de cebra. La temperatura es agradable e invita a un paseo por algún jardín. Quizá pudiera acercarse al Retiro. ¿Qué hay, veintiséis grados? ¿Quizá treinta? En otro momento iría rauda a comprobarlo en internet. El ansia de saber. La necesidad de saber. O solo el interés sano de conocimiento. Pero tanto sus manos como sus pies están cada vez más torpes y siente que apenas avanza. Llega al portal y sube las escaleras. Es uno de esos días en que parece que los escalones se han multiplicado. Mete la llave en la cerradura de su puerta y entra al ático. Suelta la bolsa en una silla de madera del salón y guarda los pimientos y las gulas en la nevera.
Observa el fregadera con los utensilios de la comida pendientes de fregar. Lo ignora. Abre las ventanas de la habitación y el pasillo. Saca su termómetro. Es un patito amarillo. Infantil. Quizá como ella. Pero esa es otra historia. Espera con la mirada perdida. El termómetro pita. Treinta y ocho grados y medio de temperatura…
Escribir. Escribir últimamente queda relegado. Eso la entristece. Pero no la frustra. Es Madrid y sus ritmos. Y ella misma, a qué negarlo. Cierra los ojos. Intenta dormir. Pero no puede dejar que su cabeza bulla en pensamientos negativos. Para cuando logra acallarlo y concentrarse en descansar, el ruido de la calle gana fuerza: hay un grupo de amigos conversando apaciblemente. Ríen. Se divierten. Gritan. Y mientras ella da vueltas en su cama incapaz, de nuevo, de apagar un ratito su fluir mental. Por un segundo se alegra de no estar consiguiendo dormirse. A lo mejor es porque no está taaan enferma.
Piensa vagamente que no quiere pasar sus días de descanso postrada en la cama. (¿Postrada? A lo mejor eso es también exagerar un poquito, ¿no? Qué dramática te pones a veces, muchachita). Pero que claramente el cuerpo le está pidiendo un descanso. Uno real. Le gustaría no haber tenido que llegar a ese límite. Se culpa y se frustra.
Piensa que le gustaría escribir una historia que describiera ese momento. De una chica en su cama, con el velux abierto y el sol de última hora de la tarde, que no del atardecer, llenando la estancia. Piensa en levantarse, coger un cuaderno y sentarse a escribir. Pero no se siente con energía. Y las voces de la calle ganan intensidad. ¡¿Es que no tienen casa y un trabajo por el que madrugar al día siguiente?!
Se levanta a la media hora y cierra la ventana. Cabreada. Frustrada y asqueada. Cierra los ojos. No le gustan esas sensaciones. Se duerme.