martes, 30 de julio de 2024

Un tipo corriente - 1/2

Estaba desesperado. Completamente encolerizado. ¿Cómo podía ser que tuviera tantísima buena suerte?

Hasta los catorce se había sentido feliz y, obviamente, no se había cuestionado otra forma de vida: su infancia había sido muy agradable, en un hogar estable y con unos padres amorosos, con vacaciones en la playa en verano y escapadas a la montaña en invierno, con unos abuelos saludables y una hermana pequeña por la que sentir un gran afecto y nada de envidia, de notas sobresalientes sin tener que renunciar al ocio ni a sus hobbies, apoyado por un amplio grupo de amigos que jamás pensarían siquiera en burlarse de él. Había sido un niño feliz. Alegre. Completamente dichoso.

Y entonces llegó un día estando de campamento, en que uno de los chavales de su cabaña le aseguró que, siendo tan perfecto, no llegaría a ningún lado. Al principio, no le escuchó, pero fue tal su insistencia, que empezó por dudar y acabó incluso por creérselo. A partir de ese momento, se propuso cambiar la situación con toda su energía y se esforzó durante todo el verano en provocar un accidente: que si caerse de la bici, salir por la noche sin linterna, ir de excusión a lugares desconocidos y escarpados… Pero no hubo manera de deshacerse de su buena suerte: la bici fue directa al basurero pero él no sufrió ni un rasguño; la luna brilló tanto por las noches o más que cualquier farola del pueblo, por no hablar de la contaminación lumínica; y la montaña se llenó de senderistas haciendo que, de una forma o de otra, siempre estuviera acompañado en sus escapadas y apenas tuviera oportunidad de perderse.

La impaciencia fue abriéndose paso durante el siguiente curso, pero su situación, ya no es que empeorara, si no que iba mejorando considerablemente: sin apenas estudiar lograba notas altas e incluso le concedieron una beca para irse extranjero; por no hablar de que, casi sin darse cuenta, se había echado novia; o que, mientras sus compañeros iban sucumbiendo a los cambios emocionales propios de la adolescencia, en él solo se podía apreciar, muy de vez en cuando, un cierto enfado porque todo le saliera tan bien; no había propósito que se le desviara del camino al éxito. ¿No lo había?

Continúa con la Parte 2

sábado, 27 de julio de 2024

Carlitos y el GRAN PLAN

No hubo mejor momento para que se le estropeara el aire acondicionado que en plena sucesión de olas de calor. Que a ver, para estas cosas no es que haya un momento idóneo, pero Carlitos, con sus cincuenta y tres años y obligado a pasarse el verano en la capital, se le antojaba un terrible capricho de su mala suerte. O una travesura de muy mal gusto de alguno de sus queridos vecinos. El caso es que, lo razonara como quisiera razonarlo, en el fondo, no le quedaba más remedio que confiar en que se lo arreglaran pronto. Pero vamos, que ya le habían advertido que al menos pasaría una semana hasta que pudiera acudir un técnico.

Y Carlitos, que con su gracia y su salero se comía el mundo entero, no es que pudiera decirse que tenía tantas amistades, o al menos no tan sólidas, como para permitirse pasarse la semana de casa en casa como un refugiado climático. Quita, quita, que eso suena a demasiada socialización.

Descartó así también la opción de las piscinas municipales: demasiada gente y demasiados críos pegando voces y correteando de aquí para allá. Y sobre las privadas... pues es que a ver… él en realidad... lo de nadar… como que no mucho... ¡sabe no ahogarse!, eso sea dicho… y pues es que eso a él ya le parece un buen logro... Total, que pagar por no ahogarse como que se le antojaba una cosa innecesaria.

Pasó a considerar las bibliotecas… ¡y una mierda! ¿Qué iba a hacer él, acostumbrado a leer exclusivamente por necesidad? Pues a ver en todo caso le podía dedicar un ratillo a algún periódico, y luego otro ratejo a deambular por los pasillos… ¿Y luego qué? ¿Ver una peliculita del oeste? Que no, que no, todo eso le sonaba más bien a propósitos para un jubilado; y oye, que no es que no hubiera fantaseado con ese momento, pero no era cuestión de adelantar acontecimientos.

Si es que además él era un hombre de acción, necesitaba un propósito mayor. Bueno, venga vale, puede que no le apasionara tanto el movimiento, pero nadie le podía echar en cara que tuviera un interés real en buscar una motivación.

Fue visitando a su tía Benigna cuando le llegó el GRAN PLAN. La tía Benigna estaba en una residencia cara del centro de la capital a la que le costaba dios y ayuda llegar en coche y encontrar un aparcamiento sin desesperarse.

La anciana le tenía un cariño especial a Carlitos y le subvencionaba buena parte de sus gastos, así que el muchacho - como le llamaba ella-, bueno, ya no tan muchacho - que contestaba él-, la visitaba con relativa frecuencia. Total, que viviendo él a las afueras de la capital, que es donde pudo permitirse su pisito de soltero - y en el que sigue a día de hoy- , tenía que tomar el tren y hacer hasta tres transbordos en el metro.

Fue así como surgió el GRAN PLAN: explorar todas y cada una de las estaciones que conforman el entramado ferroviario de la capital. A ver, que sí, que podía tener (algo más) de mala suerte y cocerse igualmente, pero la solución era tan sencilla como meterse un ratito en un vagón y salir en otra parada o regresar más tarde. El tema de la acumulación de gente… no era tan relevante ya. No tendría ninguna urgencia para completar su misión y podía moverse con libertad gracias al abono (uno de los gastos que puntualmente le pagaba la tía Benigna). Empezaría por el Metro y después pasaría al Cercanías. Incluso, dependiendo de cómo se le diera, pasaría a explorar las líneas de autobuses. Era tal su emoción, que valoraba adoptar el GRAN PLAN más allá de la avería del aparato de su aire acondicionado.

A ver, que sí, bien visto pues podría decirse que también era una actividad más propia de su jubilación, pero bueno, oye, que luego la vida no sabes por dónde te va a llevar, pensaba Carlitos, y él al menos podía ir ya marcando ese tic en la lista (real) de sus tareas para los días de retiro laboral.

Y así, feliz y contento, pero con ánimo de seguir un orden, Carlitos se levantó a las seis y media de la mañana del día posterior a la avería, y se dirigió al inicio de la línea 1 de Metro para comenzar con su GRAN PLAN.

lunes, 22 de julio de 2024

El hombre de la biblioteca

Nadie lo sabría decir con exactitud, pero el hombre pasó exactamente ciento noventa y ocho días hábiles seguidos visitando aquella biblioteca. Nadie sabía tampoco su nombre, ni su edad ni su procedencia. Lo cierto es que el único conocimiento que tenían de él, pese a haberse pasado casi un año acudiendo al edificio, era información visual. No llegó a sacar ningún libro de la institución y, como se comprobaría después, ni siquiera tenía una ficha de usuario.

No parecía estar jubilado pero su aspecto era el de una persona al que no le quedaría mucho раrа acabar su etapa laboral. Tenía poco pelo pero largo. No aparentaba cuidarlo especialmente. Era oscuro y estaba salpicado por alguna cana. Utilizaba gafas todo el tiempo y se podía adivinar que tenía múltiples dioptrías en cada ojo. Su barba, también oscura, no era densa y crecía salvaje.

Vistió siempre igual. Los ciento noventa y ocho días. En invierno y en verano. Tenía una camisa de rayas rojas y azules, y un pantalón vaquero de color marrón. Los zapatos, azul marino, eran formales y estaban bastante usados. En los días más fríos acompañaba su atuendo con un abrigo verde pistacho apagado. Olía siempre a sudor, реrо nо llegaba a ser un aroma rancio. Cabría deducirse que cuidaba su higiene lo justo. También utilizaba una mochila negra, aunque no llegaba a sacar nunca nada de ella. No se apreciaba pesada pero tampoco vacía.

Lo preciso de su aspecto, pese a que nadie hubiera llegado a prestarle especial atención, fue el resultado del recopilatorio de cientos de testigos que ofrecieron su testimonio una vez que se anunciaron las primeras informaciones del principal sospechoso del caso.

Exceptuando las estanterías de los diccionarios y de los manuales de aprendizaje de idiomas, se leyó todos cada uno de los volúmenes que había en aquella biblioteca. No es que fuera especialmente grande pero estaba bien nutrida. Había comenzado por la sección temática, desde filosofía a ciencias aplicadas y siguiendo hasta geografía, para proceder a continuación con las baldas de novela, poesía y teatro.

Llegaba a los tres minutos de que abrieran el edificio, cogía el libro que le correspondiera y se sentaba en alguna silla. No parecía tener ningún lugar preferido. No leía especialmente rápido ni especialmente lento. Bebía de un termo negro. Puede que agua o puede que cualquier otra sustancia. Nadie supo puntualizar más sobre su contenido. Se levantaba cada cierto tiempo para ir al baño. No de forma excesiva, probablemente con una regularidad que podría decirse normal. Dejaba el libro sobre la mesa, tomaba su mochila y desaparecía un minuto en el baño.

Salía a comer hacia la una y regresaba en no mucho más de media hora. A media tarde hacía otra breve escapada al exterior y acaba por marcharse puntual en cuanto el bibliotecario avisaba de que quedaban quince minutos para el cierre del edificio. Así día tras día de lunes a viernes exceptuando los festivos. Durante ciento noventa y ocho días concretamente aunque ellos no llegaran a tener nunca el dato exacto.

Lo que sí pudieron concretar los testigos, fue que el incidente se produjo siete días después de su última visita al edificio, cuando devolvió a la estantería el último libro de la sección de Teatro.

Pese a los esfuerzos puestos por la policía y cientos de voluntarios, no lograron localizarle en ninguna cámara de seguridad del barrio ni averiguaron su paradero, lo único que sabían y de lo que tampoco podían acusarle formalmente, era que de la noche a la mañana del séptimo día en que no visitó la biblioteca, todos y cada uno de los libros, exceptuando las estanterías de los diccionarios y los manuales de aprendizaje de idiomas, habían desaparecido.

jueves, 18 de julio de 2024

Meditación del razonamiento y otras palabras rimbombantes que junté

A veces me cuesta pensar. Algo así tan simple y vago que a su vez enreda los pensamientos. Una estupidez y una masa densa de remordimiento. Demasiada pantalla y un exceso de diálogo oficial. Un toque de dignidad para la falta de soberbia. Vocabulario. Palabras y adjetivos en frases no tan elaboradas. Puntos y comas que parecen asintomáticos. En el fondo, el fluir de un discurso narrativo improvisado que encuentra su propia razón de ser en el transcurso de su creación. Algo de intuición. Mucho de predisposición. Y de liberación. Caos que reconecta neuronas que nunca dejaron de funcionar, ni se cansaron, ni buscaron vaguear. Quizá propulsar otro tipo de encuentros sinápticos.

A veces me cuesta pensar y me pregunto si es que no estoy lo suficientemente despierta. O es que acaso no me apetece recurrir al acto de la formación mental de ideas, como puede no haberme apetecido tomar café en el desayuno aunque lo tenga por costumbre. Es que hoy a lo mejor me conformo con un vaso de leche. Y eso no impide que siga habiendo actividad cerebral como el estómago pasa a digerir las moléculas que componen la leche en lugar de hacerlo con las que conforman el café.

Y es así como va tomando forma el texto, en base a palabrería llana que no tiene que encontrar, ni busca, un razonamiento inherente ni una ficción mayor, solo construyen sobre el papel un conjunto de líneas y curvas que acercan al pensamiento hacia la concentración. Lo intentan y suelen triunfar. E incluso en ocasiones domestican un texto que vaya más allá. En el fondo sospecho que se trata del típico caso de posponer el momento del conflicto porque supone también la quiebra o el reconocimiento del fracaso. No tanto como una crítica, sino más bien como la consciencia de la ausencia, o pérdida de herramientas.

A veces pienso que la complejidad humana es solo una estructura para enfrentarnos a la desidia. Y entonces me doy cuenta del juego que estoy haciendo para no tomar de cara la responsabilidad. Y que tampoco me importa porque estoy entrenando la prosa y que a la capacidad de obligatoriedad ya recurro más a menudo. Y que luego ya vendrá la culpa y el descontento que serán suplidos con el orgullo y la confianza. Pero miro la hora de nuevo, apenas un par minutos más tarde que la última vez y cuestiono si la pereza me está ganando o si es algo más serio. Que aluda, quizás, al vacío. O la insensibilidad. O un bla, bla, bla que escribiría como desahogo pero que no me apetece contar. Como no me puede apetecer el café por la mañana. O apelar al pensamiento en este preciso instante, o en cualquier otro.

Y con esto ya estaría, unas ochocientas palabras, se me ocurre, por ejemplo, para componer otra publicación del blog que no pretendía serlo sino un simple ejercicio de reconexión vital, pero una propuesta de escritura con la que sentirme conforme y no querer ignorar (me).

domingo, 14 de julio de 2024

El hombre de la montaña

Aparecía con la mueca de una sonrisa y un pastel tan grande y elaborado como su necesidad de hablar y de ser escuchado. Martín vivía en mitad de la montaña, exiliado del pueblo desde que era solo un crío y no tenía posibilidad de tomar sus propias decisiones. Bajaba al pueblo bien temprano, se paseaba entre sus calles empedradas y se sentaba en la plaza a ver la gente pasar. Casi todos allí le conocían pero ni le saludaban, ni mucho menos se paraban a hablar con él. Tan solo Victoria le invitaba a su casa. Martin la seguía en silencio.

Se sentaban en un par de sillas de la cocina al calor de la lumbre. Ella ya había dejado el puchero con el café calentándose. Le servía una taza y sacaba unos platos para el pastel. A él le costaba arrancar. Victoria lo sabía y aguardaba pacientemente. De vez en cuando le enseñaba alguna foto de sus sobrinos, o de su última excursión a la ciudad. Y luego el hombre empezaba a hablar y terminaba llorando. Victoria le abrazaba y solo se separaba de él cuando sentía que su respiración recuperaba el ritmo natural. Martin le dejaba la tarta en agradecimiento y se iba del pueblo a paso rápido.

Aquella vez fue diferente. Vieron aparecer a Martín a primera hora de la tarde, con el rostro desencajado y sin pastel. Nadie se dirigió a él pero sí hubo cierto interés. El hombre fue directo a la casa de Victoria. Tocó el timbre con insistencia. Hubiera entrado directamente si la puerta hubiera estado abierta. Ella le llevó hasta el salón pero no sirvió café. Se sentaron junto a la chimenea y él hablo sin parar durante cerca de dos horas, muy serio y angustiado pero sin llegar a derramar ni una sola lágrima.

Se les vió salir del pueblo ya de noche. Ella llevaba un macuto y él una linterna. Nunca más volvieron a verles ni a tener pistas de ellos.

miércoles, 10 de julio de 2024

La estrella curiosa

Hay una estrella que ha cruzado el cielo cuando aún era de día. Se ha posado en lo alto de una montaña y ha contemplado a las vacas pastar en el prado. El viento ha mecido su estela hasta deslizarla al cauce del río más cercano. Se ha dejado llevar por la fluidez del agua con la mirada siempre puesta en la luz del firmamento.

Acompañada por salmones y cangrejos, ha cruzado medio país. Se ha bañado en unos cuantos embalses y ha sido agasajada con los dulces sueños de una bandada de patos y un par de águilas.

Al llegar a las grandes ciudades, se ha sumergido en el lecho fangoso para comprobar la resistencia de sus puentes. Solo ha vuelto a salir a la superficie, cuando tenía claro que la urbe quedaba bien atrás.

Para cuando la bóveda celeste anunciaba el atardecer, se ha unido a las más fuertes corrientes y, sin llegar a contarles su historia, éstas han sabido de su urgencia y se han vuelto aún más veloces.

Han desembocado en el océano Pacífico. La estrella se ha alejado hasta el horizonte para unirse de nuevo a la constelación que había quedado tullida. Ha llegado tan apurada, que ni siquiera el Gobierno del Cielo ha tenido tiempo de improvisar un castigo, tan solo han podido observarla sonriente de su aventura mientras desconectaban la alarma por la que el transcurso de la noche podía seguir con su ritmo regular.

sábado, 6 de julio de 2024

Los visitantes del 4ºC - 1. El comienzo

Normal, lo que se dice normal, desde luego que no era. ¡Pero si es que había llegado incluso a tomar fotografías antes de salir de casa como método para asegurarse de que el problema no estaba en su memoria, si no en que había alguien más entrando allí como Pedro por su casa! A ver, que no es que la estuvieran robando, eran ventanas abiertas, el libro sobre la cama en lugar de en la mesilla, las latas de cerveza que ella no compraba en la basura…

Para Carlota aquella era la primera vez que vivía fuera del núcleo familiar y que, además, no compartía gastos con nadie más. Durante la carrera había estado en un chalet que tenía su tía alquilado a estudiantes, y que a ella le cedió la habitación grande a un módico precio. Pero claro, no es lo mismo tratar con tu tía querida que con una casera desconocida. Así que cuando le planteó la situación a la mujer, ésta se ofendió soberanamente. Carlota se lo reconoció: puede que el tono no fuera el más adecuado y que la hubiera avasallado con el objetivo de saber si ella conservaba una copia de las llaves para cotillear a sus nuevos inquilinos. Hubiera preferido que la mujer hubiese bajado la cabeza y reconocido su culpabilidad debido a un trauma de la infancia. En lugar de ello, la amenazó con rescindir su contrato y quedaron en que Carlota se encargaría de cambiar la cerradura y se pensaría dos veces qué hacer la próxima vez que se la ocurriera enfrentarse a ella.

Y lo haría, sin duda. Lo de la cerradura. Lo otro no podía asegurarlo. Pero se estaba apoderando de ella una creciente curiosidad que no había sentido nunca antes. Al acabar la conversación con la casera, fue directa a comprar una cámara de video. Se dejó aconsejar por el vendedor que enseguidó captó su inocencia y ansia de compra y la coló el dispositivo más caro de toda la tienda.

Colocó la cámara en una estantería entre libros. Estaba relativamente oculta. Pasó cuatro días sin salir de casa haciendo comprobaciones sobre la duración de la batería y la capacidad de almacenaje. Cuatro días en los que, por cierto, no acudió nadie. Debían de tenerla muy vigilada... o estar de vacaciones. Organizó su agenda en función de esos parámetros.

El primer día, no apareció nadie. El segundo día sí pero Carlota no llegaría a apreciarlo en el video: la cámara estaba en el salón y se habían dedicado a mover exclusivamente objetos del baño. El tercer día también se presentaron. No llegó a verlos en la cámara pero su presencia era evidente; la habían dejado incluso una nota:

Hola. Hemos borrado la grabación de hoy de la cámara. No queremos hacerte daño. Solo estamos buscando algo que se dejó aquí un amigo nuestro. Te dejaremos las llaves cuando lo encontremos y no volveremos nunca más. Lamentamos cualquier inconveniente que te podamos ocasionar.

P.D.: se te está acabando el champú.

¡Ah, pues muy bien, muy tranquilizador todo, por supuesto! ¿Y ahora qué se suponía que debía hacer ella?


Próximamente continúa con:

2A. La Policía

2B. Cómplices

2C. La casera

2D. El internet

2E. Los padres

2F. El hacker

2G. Una tarde de verano

martes, 2 de julio de 2024

En mitad de la noche

Había alguien más. Le delataba su respiración lenta, pesada, de estar aún navegando en un sueño reparador. Elisa ni siquiera podía parpadear mientras trataba de memorizar en qué momento alguien más podría haber entrado en su casa.

Recordaba haber llegado hacia las once, con la bolsa de la compra, la mochila del gimnasio y la funda del portátil bajo la axila izquierda.

Recordaba haber cerrado con llave solo un par de segundos después, y dejado todos los trastos en medio de la entradita consciente de que nadie más vería el caos.

Recordaba haber metido al microondas el táper de puré de calabaza que le había llevado su madre ocho días antes, y cómo se había tragado cada cucharada a pesar de que estaba muy ácido.

Recordaba haberse puesto el pijama mientras repasaba mentalmente la lista de tareas pendientes para el día siguiente.

Recordaba haberse metido en la cama y haber apagado la luz; haber encendido la lámpara un par de minutos después para ponerse unos calcetines y asegurarse de que la alarma del despertador no estaba activada.

Elisa lo recordaba todo perfectamente como que podía escuchar una respiración pausada que claramente no era la suya.

Reconocía seguir en su habitación. Con sus sábanas y su pijama. Había sido una semana larga, no lo podía negar, pero era una persona de oído fino que se despertaba con el mínimo ruido. Y todas sus puertas chirriaban prácticamente con solo mirarlas. La opción de que hubiera entrado alguien mientras dormía le parecía descartada.

Y sin embargo, seguía siendo evidente que no estaba sola en su casa. No era capaz de precisar la ubicación exacta del individuo. Pero estaba muy cerca.

Con el cuerpo agarrotado, se fue moviendo lentamente hasta conseguir salir de la cama.

Conteniendo la respiración, recorrió la corta distancia que separaba la habitación del salón. Apenas un par de metros que se le hicieron eternos. La débil luz blanquecina de las farolas se colaba por las rendijas de las persianas.

Entonces lo vio.

Agazapado en una esquina. Malherido. Frágil.

Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando el misterioso ser abrió los ojos (uno amarillo y otro violeta), y de la misma forma, se desvaneció en el aire.

De su presencia sólo quedaron unas gotas de sangre verdosa en el parqué y el corazón acelerado de Elisa.