No hubo mejor momento para que se le estropeara el aire acondicionado que en plena sucesión de olas de calor. Que a ver, para estas cosas no es que haya un momento idóneo, pero Carlitos, con sus cincuenta y tres años y obligado a pasarse el verano en la capital, se le antojaba un terrible capricho de su mala suerte. O una travesura de muy mal gusto de alguno de sus queridos vecinos. El caso es que, lo razonara como quisiera razonarlo, en el fondo, no le quedaba más remedio que confiar en que se lo arreglaran pronto. Pero vamos, que ya le habían advertido que al menos pasaría una semana hasta que pudiera acudir un técnico.
Y Carlitos, que con su gracia y su salero se comía el mundo entero, no es que pudiera decirse que tenía tantas amistades, o al menos no tan sólidas, como para permitirse pasarse la semana de casa en casa como un refugiado climático. Quita, quita, que eso suena a demasiada socialización.
Descartó así también la opción de las piscinas municipales: demasiada gente y demasiados críos pegando voces y correteando de aquí para allá. Y sobre las privadas... pues es que a ver… él en realidad... lo de nadar… como que no mucho... ¡sabe no ahogarse!, eso sea dicho… y pues es que eso a él ya le parece un buen logro... Total, que pagar por no ahogarse como que se le antojaba una cosa innecesaria.
Pasó a considerar las bibliotecas… ¡y una mierda! ¿Qué iba a hacer él, acostumbrado a leer exclusivamente por necesidad? Pues a ver en todo caso le podía dedicar un ratillo a algún periódico, y luego otro ratejo a deambular por los pasillos… ¿Y luego qué? ¿Ver una peliculita del oeste? Que no, que no, todo eso le sonaba más bien a propósitos para un jubilado; y oye, que no es que no hubiera fantaseado con ese momento, pero no era cuestión de adelantar acontecimientos.
Si es que además él era un hombre de acción, necesitaba un propósito mayor. Bueno, venga vale, puede que no le apasionara tanto el movimiento, pero nadie le podía echar en cara que tuviera un interés real en buscar una motivación.
Fue visitando a su tía Benigna cuando le llegó el GRAN PLAN. La tía Benigna estaba en una residencia cara del centro de la capital a la que le costaba dios y ayuda llegar en coche y encontrar un aparcamiento sin desesperarse.
La anciana le tenía un cariño especial a Carlitos y le subvencionaba buena parte de sus gastos, así que el muchacho - como le llamaba ella-, bueno, ya no tan muchacho - que contestaba él-, la visitaba con relativa frecuencia. Total, que viviendo él a las afueras de la capital, que es donde pudo permitirse su pisito de soltero - y en el que sigue a día de hoy- , tenía que tomar el tren y hacer hasta tres transbordos en el metro.

Fue así como surgió el GRAN PLAN: explorar todas y cada una de las estaciones que conforman el entramado ferroviario de la capital. A ver, que sí, que podía tener (algo más) de mala suerte y cocerse igualmente, pero la solución era tan sencilla como meterse un ratito en un vagón y salir en otra parada o regresar más tarde. El tema de la acumulación de gente… no era tan relevante ya. No tendría ninguna urgencia para completar su misión y podía moverse con libertad gracias al abono (uno de los gastos que puntualmente le pagaba la tía Benigna). Empezaría por el Metro y después pasaría al Cercanías. Incluso, dependiendo de cómo se le diera, pasaría a explorar las líneas de autobuses. Era tal su emoción, que valoraba adoptar el GRAN PLAN más allá de la avería del aparato de su aire acondicionado.
A ver, que sí, bien visto pues podría decirse que también era una actividad más propia de su jubilación, pero bueno, oye, que luego la vida no sabes por dónde te va a llevar, pensaba Carlitos, y él al menos podía ir ya marcando ese tic en la lista (real) de sus tareas para los días de retiro laboral.
Y así, feliz y contento, pero con ánimo de seguir un orden, Carlitos se levantó a las seis y media de la mañana del día posterior a la avería, y se dirigió al inicio de la línea 1 de Metro para comenzar con su GRAN PLAN.