Abres la boca para proferir un alarido de auxilio. No lo haces. Acabas de ser consciente de que has dejado tus huellas en las sábanas. Y con eso ya te pueden acusar. Y mandar a la cárcel. Y dejar que te pudras en una celda sin posibilidad de reinserción. Y permitir que la prensa te convierta en un ser todavía más maquiavélico. Y acabar por confesar que robabas grapadoras en la clase de 5ºA. Quizá incluso intenten acusarte de algún otro asesinato para el que no tienen un sospechoso claro. No hay sangre pero fuiste tú quien se ocupó de la comida. Pudiste envenenarlo. Un poco de droga en su plato y listo. La analítica te inculpará. A ti. Solamente. Y a nadie más. Aunque sepas que no has sido. Aunque empieces a dudarlo.
Hiperventilas. Te das cuenta de que estás emitiendo nuevas partículas que sumarse a la lista de pruebas. Tratas de controlar tu respiración. Lo vas consiguiendo poco a poco. Tienes que salir de ahí. Como sea. Cuanto antes.
Recuperas tu mochila. No puedes ponérselo tan fácil. Le observas una vez más sobre la cama. Aprietas los dientes. Te acabas de cargar todo tu futuro. Por su culpa. Te diriges con paso firme hacia la puerta. Te detienes. Pones los ojos en blanco. La habitación está en el vestíbulo en el que precisamente se está celebrando una charla sobre el impacto en el transporte en autobús de la transformación digital y energética. Si sales por ahí te verán todos los invitados. Y los conferenciantes. Y los de la organización. Y puede que incluso algún cámara. Y un intérprete de lengua de signos porque ahora la accesibilidad está de moda. Aunque no sea real. Serán, todos ellos, aunque no sean tantos, los testigos perfectos. No puedes ponérselo tan fácil.
Te acercas a la ventana. Es un primero. Sientes vértigo. Salir de ahí. Como sea. Cuanto antes. Vamos, puedes hacerlo. ¡Tienes que hacerlo! En el pueblo te escapabas también desde un primer piso. Entonces llevabas una botella de alcohol en cada mano y ropa poco adecuada para esas frías noches de verano. Vamos, puedes hacerlo. Colocas la mano izquierda sobre la manecilla y la giras con determinación. La abres del todo. Corre una suave brisa. Un mechón de pelo sujeto tras la oreja se desliza hasta tu ojo derecho. Lo apartas con violencia. Te inclinas. Buscas puntos de apoyo. Recuerdas cuánto odiabas los rocódromos de los parques infantiles.
Próximamente continúa con la parte 4